Hasta hace poco tiempo era imposible imaginar que los gobiernos de izquierda pudieran llegar al final triste que se ve en vivo y en directo en estos días. Los escándalos de corrupción en los altos niveles y la notoria incapacidad para enfrentar la crisis convierten a la racha gloriosa en lejano recuerdo. Lo ocurrido en Argentina, Bolivia, Brasil y Venezuela presenta descarnadamente los efectos de la explosiva mezcla de esos dos ingredientes que, fatalmente para esos gobiernos, se alimentan mutuamente. La corrupción y la equivocada conducción de la economía en una situación de crisis dibujan el camino que conduce al fracaso.

La defensa de esos gobiernos sostiene que todo se debe a una estrategia cuidadosamente aplicada por las fuerzas reaccionarias de oposición. La restauración conservadora sería el objetivo final de los partidos y organizaciones que actuarían como bandas de transmisión de las clases dominantes. Es una explicación simplista y simplificadora de una realidad muy compleja. Es innegable que existen grupos que quieren implantar políticas radicalmente diferentes a las que han impulsado los gobiernos autodenominados de izquierda. Incluso, es obvio que entre los opositores hay algunos que tratan de volver al pasado. Sí, todo eso es cierto, pero no sirve de explicación porque no es más que la expresión de una de las reglas de la democracia. La posibilidad de proponer e impulsar políticas de todos los colores y de todos los gustos e intentar el control de las instancias de poder político es consustancial a ese tipo de régimen.

La explicación se desmorona porque se niega a aceptar los errores propios. La corrupción está a la vista en las fortunas de los mandatarios y sus familiares, en las coimas, en la enrevesada relación de empresarios con funcionarios públicos, en fin, en la sucia presencia del dinero en la política. El equivocado manejo económico se hace evidente en las medidas y las acciones que han tomado esos mandatarios para enfrentar la crisis, así como en su apuntalamiento del modelo primario-exportador. En términos comparativos, son los países con mayor deterioro de todos los indicadores en el continente, y ese no es un problema de la oposición ni de fuerzas ocultas que conspiran contra ellos. Los venezolanos Chávez y Maduro, para poner los casos más destacados, no necesitaron ayuda para llevar adelante la tarea de demolición de una de las economías más grandes de la región. No ver todo eso es engañarse.

Cabe preguntarse por qué aparecen ahora con toda su fuerza la corrupción y la incapacidad de gestión. La respuesta se encuentra en la ceguera. Ceguera de la ciudadanía, que en tiempos de bonanza dejó pasar el robo y la conducción errada de la economía. Si chorreaba para todos, no había motivo para abrir los ojos. Ceguera también de los mandatarios. En su delirio refundador creyeron que con ellos comenzaba la historia de sus países –dos de ellos hasta cambiaron los nombres– y excluyeron a los demás. Se olvidaron de la política y, ahora que la necesitan, no saben cómo hacerla. Sus experimentos terminan con ellos. (O)