Quienes ven conspiraciones hasta debajo de las piedras llegan a otorgarle sentido estratégico a lo que no es más que una cadena de errores guiada por la torpeza. Tanto las mentes lúcidas como sus contrarios le han buscado la quinta pata al asunto de los terrenos vendidos por el seguro militar al Ministerio del Ambiente. De lado y lado han encontrado indicios de complots y maquinaciones que buscarían, con fines radicalmente diferentes, provocar un golpe de Estado. El relato (como se dice ahora) de los unos es que la reacción de la cúpula militar rebasó los límites establecidos y que constituye la muestra fehaciente del movimiento que se fraguaba entre tinieblas para derrocar al Gobierno. La historia que cuentan los otros es que el propio líder provocó esa reacción, porque al ser derrocado podría retornar, inmediatamente o en el mediano plazo, como el mártir vengador que llega para imponer un régimen autoritario con sumisión total de los militares.

Más allá del carácter fantasioso de esas interpretaciones, lo destacable es que quienes las sostenían no podían ocultar el deseo de que se convirtieran en realidad. En una demostración de lo poco que hemos aprendido de nuestra propia historia, desde ambas orillas se llegó a ver al golpe como una solución. Los que acusaron de golpistas a los militares y los que reclamaron su falta de valentía apuntaban en el mismo sentido. Los primeros exigían expresiones explícitas de respaldo al Gobierno, los otros pedían la intervención directa para poner fin al actual régimen. Unos y otros reclamaban patriotismo, como si ese valor estuviera en juego en un asunto tan prosaico como este. Sin diferencias, todos se mostraron como orgullosos herederos de la tradición que encarama a los militares al papel de árbitros de la política.

El despropósito de esas interpretaciones se hace más evidente cuando se recuerda el origen del asunto. Todo comenzó, como han comenzado muchos problemas en los últimos años, por la búsqueda desesperada de dinero para las vacías arcas fiscales. Que hayan sido unos cuantos millones destinados al retiro de los uniformados, es apenas una casualidad. Lo grave es lo que vino después, cuando el ministro, seguramente apremiado por las órdenes que debía cumplir de inmediato y al pie de la letra, lanzó toda su pobre y limitada artillería verbal en contra de los militares. Además de mostrar su mal gusto en materia de programas televisivos, hizo gala de una notoria incapacidad para manejar un asunto puramente administrativo y para comprender la función que él mismo desempeña. Inevitablemente, se transformó en un problema.

La intervención presidencial añadió confusión a la confusión. En lugar de utilizar al ministro como el fusible que evita el cortocircuito, prefirió entrar directamente en lo que ya para ese momento era un enfrentamiento abierto. En acto heroico (que en tiempos pasados se habría considerado como precipitación sobre las bayonetas) destituyó al alto mando, se saltó los procedimientos legales acerca del contrato y dejó sentado un nuevo hito para el mito del asedio a la moribunda revolución ciudadana. (O)