¿Cuánto de los actos que nos definen son producto de nuestro padre, de su presencia en casa o de su ausencia? ¿Hasta dónde, sin saberlo, estamos repitiendo lo que él hizo o dejó de hacer? ¿Cómo se convive con un padre que se erige en el núcleo omnipotente y todopoderoso de una familia? ¿Qué significa ser hijo de quien sale en los noticiarios de la televisión, de quien los periódicos hablan, unas veces considerado héroe y otras villano? Estas cuestiones son enfrentadas por Renato Cisneros en su novela La distancia que nos separa (Lima, Planeta, 2015), que lleva vendidos más de veinte mil ejemplares en el Perú.

Según el autor-narrador, esta es una “novela de autoficción” que trata de desenterrar al padre veinte años después de su muerte. El libro explora varios hitos en la existencia del general Luis Federico Cisneros Vizquerra (1926-1995), quien fue ministro del Interior y de Guerra –en la dictadura militar y en el ascenso del terrorismo senderista– y que gravitó el panorama político peruano por varias décadas, incluso después de haberse retirado del Ejército. La novela pretende “saber si conociste a fondo a tu padre o solo lo viste pasar”, un papá militar que fue amigo de los torturadores argentinos Viola, Videla, Galtieri y que conservaba con orgullo sus fotos junto con Pinochet.

Desde el comienzo queda claro que este es un juicio literario al padre: “Una novela no biográfica. No histórica. No documental. Una novela consciente de que la realidad ocurre una sola vez y que cualquier reproducción que se haga de ella está condenada a la adulteración, a la distorsión, al simulacro”. Más allá del contexto peruano, esta narración se dirige a quienes se preguntan cómo nos moldean la autoridad del padre y el poder del padre, y qué significa crecer oyendo que uno es hijo de un padre autoritario, represor, golpista, responsable de la eliminación de enemigos políticos, deslenguado, mujeriego...

Pero también surgen imágenes del padre que trata de acompañar a sus hijos, que muestra intemperancia y cariño al mismo tiempo. Varios motivos estructuran esta novela: la indagación por el pasado, en el que abuelos y tatarabuelos buscaron amores fuera de la ley; la recuperación de la memoria de quien, por 18 años, vivió junto con su padre –como todos nosotros– conociéndolo a medias, sin adentrarse en sus verdaderos sentimientos; finalmente, es un relato sobre uno mismo, sobre nuestra identidad construida –más que por definiciones colectivas– por circunstancias individuales y singulares.

Es harto difícil desclasificar los archivos del padre, sobre todo si este era un macho depredador, en su vida íntima amorosa, y un “mandamás de la república con uniforme”, en su vida pública, “capaz de imponer orden donde hiciese falta y de meter presos a los traidores y desleales al régimen, de mandarlos callar o, si era necesario, enviarlos al destierro”. El enigma que obsesiona a Cisneros se articula en una doble pregunta: “Quién era él antes de mí. Quién soy yo después de él”. La distancia que nos separa puede leerse como una valiente indagación por los vericuetos filiales que otra vez descubre que, para ser uno mismo, es necesario desprenderse del padre. (O)