En una de sus usuales escenificaciones de delirio o de realismo mágico, la Asamblea ha conseguido condensar los aburridos, inacabables y estériles debates sobre la identidad nacional en un pedazo de cartón plastificado que hay que dejar en la guardianía de los edificios públicos. Durante décadas, la izquierda latinoamericana definió a ese tema como una de sus preocupaciones centrales. Parecía que no se podía avanzar en los otros aspectos si no se respondía a la pregunta acerca de nuestra condición específica como pueblo o como nación o como cualquier otro término que marcara la moda del momento. Los debates sobre el mestizaje y, más adelante, sobre la plurinacionalidad dieron y siguen dando vueltas sobre el asunto.

Los furores de la refundación lo han hecho más pedestre y lo han resuelto por el lado de los individuos y no del colectivo general. Para esto, un centenar de mentes lúcidas dejaron de lado las disquisiciones teóricas y pusieron todos sus esfuerzos en la definición del formato de la cédula de identidad. Como dijeron dos de esos cerebros brillantes, con esto se logrará saber quiénes somos, no solo como individuos sino como colectividad o país. Así, la consignación de la historia personal, incluyendo gustos y preferencias, cortará de un tajo los nudos que atormentaron a filósofos, antropólogos, sociólogos, literatos y un sinfín de otros personajes.

Pero hay algo que no encaja en los vuelos y en la grandilocuencia con que se tratan las cosas. La consignación de la información acerca de temas estrictamente personales va a contramano de la verborrea que inunda toda la primera parte de la Constitución de los trescientos años. Particularmente, pone en entredicho la condición de igualdad que establece el artículo 11, donde hay toda una letanía acerca de la no discriminación. Si de partida resulta un tanto absurda la obligación de clasificar con un número a las personas, más irracional es que allí, junto al nombre, apellido y fecha de nacimiento, se hagan constar condiciones que son estrictamente del fuero interno y que no tienen por qué ser divulgadas a menos que la propia persona quiera hacerlo. Obligar a ponerlas en la cédula constituye una vía rápida para que sea discriminada.

Adicionalmente, el incremento de datos en la cédula constituye un retroceso en la libertad individual. Es un instrumento adicional para impulsar la vigilancia del Estado sobre las personas. El control de cuerpos y mentes se perfecciona con cada banco de datos en el que se acumula la información personal de cada individuo. Se puede decir que esto último resulta prácticamente inevitable en la época de la electrónica y de la vida en línea, pero ello no puede servir de justificación para obligar a las personas a portar un documento en el que expone su intimidad ante cualquiera.

Cuando ya corre el décimo año de la revolución, se llegan a extrañar aquellas disquisiciones abstractas y teóricas sobre la identidad. Al fin y al cabo, no hacían mal a nadie. ¡Qué lindos eran los tiempos en que ellos y ellas andaban por las nubes! (O)