Aunque el hecho central del mes fue la celebración del noveno año de correísmo, entre medio hubo dos noticias del mundo universitario que merecen un comentario. Cada uno a su manera está relacionado con la política. Uno fue el intento de tomarse la Universidad Andina, que aún tiene cuerda para rato y sienta un precedente nefasto en varios aspectos. Otro fue la entrega del premio Matilde Hidalgo a la educación superior, ciencia, tecnología e innovación. El primero se sitúa en la política de los plazos largos. El segundo estuvo contaminado por los cálculos inmediatos del proceso electoral.

La elección de rector de la Universidad Andina, que debió desarrollarse como una contienda propia del mundo académico, recibió una arremetida de las muchas a las que, en su afán por controlar hasta el último espacio, nos ha acostumbrado la fatigada revolución. Si lo ha hecho con todos los poderes del Estado y con las organizaciones sociales, no puede sorprender que quiera usar los mismos procedimientos en las universidades. Incluso, la postulación de Raúl Vallejo, que pudo haber sido una contribución para mantener el nivel alcanzado por ese centro de estudios, terminó convirtiéndose en un engranaje de la maniobra política. Su tardía renuncia le afecta a él –una persona que no merece ese desprestigio– y no soluciona el problema de fondo.

La creación de los premios a la educación superior es sin duda una iniciativa positiva. El reconocimiento a los avances académicos puede convertirse en un incentivo para quienes desempeñan esas actividades. Ciertamente es más que nada simbólico, pero no deja de ser importante en un país donde el trabajo intelectual está subvalorado e incluso menospreciado. Pero todas esas buenas intenciones quedan oscurecidas cuando se las contagia con los virus políticos y cuando se las contamina con la chabacanería que caracterizan a las reuniones altivas y soberanas. Como se nos ha acostumbrado a lo largo de estos nueve años, el acto de entrega fue pensado como un show en el que el plato fuerte de la política viene aderezado con cantantes, bailarines, discursos, montaje fastuoso y una conducción frívola.

Alguna mente lúcida no encontró mejor modelo que el hollywoodense acto de entrega del Óscar. A falta de alfombra roja, hubo un sendero marcado por antorchas y resguardado por jóvenes (hombres y mujeres) que lucían los trajes que solamente volverán a vestir en su propio matrimonio. La puesta en escena, con despliegue de videos, conductora de traje largo y libreto de concurso televisivo, debe haber estado en manos de alguien que sabe perfectamente cómo llegar al espectador de la tarde del sábado. La “oscarización” del espectáculo obligaba a que el premio fuera una estatuilla, pero seguramente porque el autor quiso hacer una broma no comprendida, resultó una caricatura de doña Matilde. Finalmente, el discurso de cierre a cargo del funcionario que tiempo atrás justificó la copia del marco teórico de su tesis (nada menos que del Rincón del Vago) demuestra el poco tino político con que se desenvolverá la campaña y, sobre todo, el irrespeto a la academia premiada. (O)