El problema del lado opulento del mundo actual no es dónde encontrar, sino qué elegir. Es un problema creado e incontrolable debido a la producción masiva, la mayor conexión y la facilidad de distribución. Más allá de la idea de confort y democracia, cuando el exceso paraliza a quien debe elegir es una mala señal de nuestro tiempo: facilita, por un lado, la imposición del número de ventas como criterio de valor y, por el otro, el control del canon elitista como cofradía ciega. Ese ritmo ruidoso en el ámbito creativo de la vida hace que la concentración mental requiera de un silencio específico y un temperamento fuerte de la voluntad, una postura prácticamente espartana para apartar la oferta tan variada del mundo. Así, nuestro tiempo es un tiempo fragmentario por la dispersión que la caracteriza.

Pero sugiero reservar el término de “fragmento” a algo menos residual o, mejor dicho, del orden literario. Pienso esto luego de terminar de leer el libro de fragmentos La ruta natural (editorial Vaso Roto, 2015) del escritor cubano Ernesto Hernández Busto. Es de esos raros libros donde el tiempo se desacelera y crea silencio, virtud de los buenos libros de fragmentos. Hijo como todos de una época de sobreexposición, no tiene la progresión ansiosa y acumulativa de lo ultramoderno, sino la concisión lacerante de un libro que sabe detenerse. O mejor dicho, mira con la concisión lúcida de la prosa, con una cierta melancolía por el balance inevitable de quien tiene presente las gradaciones del estilo. Un poco a la manera de los maestros tutelares que el autor cita y observa en su libro, escritores ubicados en un ángulo no muy visible pero en el que son un privilegiado punto de referencia: Gracq, Ribeyro, Michon, por no hablar de la recurrencia que es una declaración de intenciones: Giacomo Leopardi y su descomunal libro de pensamientos, el Zibaldone. Hernández Busto lo cita varias veces, no sé si como un amuleto para exorcizar o convocar la melancolía de la inteligencia activa que no cede a la proliferación por temor al impulso adquirido. Como todo libro de fragmentos en esta familia de resistentes del gran estilo, hay una queja y el asomo de una posibilidad que no se cumple, que no se puede o no se quiere cumplir, una postergación permanente sobre lo que, quizá, ya no se escribirá nunca: aquellos poemas abandonados, aquel libro de ensayos de gran despliegue, la orquestación de testimonios y libros de memoria exhaustivos sobre Cuba, los hijos o el amor. Este libro de lo que pudo haber sido y no fue, es, sin embargo, la verificación de una resistencia por otra cosa, un observar con un prudente y estoico “abstente” que recuerda la fundacional distancia crítica de Montaigne y que, gracias a eso, le permite decir poco pero intenso y veraz sobre Cuba, los hijos o el amor.

Cuando Hernández Busto comenta el estilo de los Capitulares de Gracq, la conclusión podría ser un reflejo de quien comenta: “Es tan inteligente Gracq que nunca podrá dominar el arte de la novela; de hecho, varias de sus novelas, de trama reiterativa y de atmósferas densas, se me caen de las manos porque su estilo es incapaz de trampear, y sin trampa no hay materia novelada”. Esta es una ética de la escritura que no tiene que ver con una supuesta deshonestidad de la novela. El autor de fragmentos no duda de su talento, duda del sostenimiento de la fulguración en la secuencia: la necesidad de ripios y de un vértice final se vuelve prescindible porque es una forma de diferir lo que ahora mismo puede escaparse. Paradójicamente, esto hace del autor de fragmentos alguien hospitalario, mientras que el novelista siempre busca llevar hacia adelante, incluso diría que quiere sacar al lector del libro para devolverlo, distinto, a la realidad. Solo que al otro lado de la novela siempre suele estar otra novela y pocos rompen el hechizo de esa continuidad (quizá a eso apuntaba Gracq, a no marcharse tan rápido porque hay novelas que buscan la condición del poema).

En los mejores libros de fragmentos parece que no es posible que el lector se marche de prisa: hay todavía por desovillar y no se puede pasar tan rápido. El estilo, aquí, retiene, y lo hace para una mayor gratificación al roturar el mismo suelo aparentemente áspero e infértil en un ir y venir que tonifica la inteligencia del lector hablando de materias dispares como apuntes sobre traducciones –Hernández Busto es traductor de Montale, Zanzotto y Magrelli, entre otros–, notas de diario, apuntes personales sobre relaciones sentimentales o duras apelaciones a su experiencia cubana de la que disiente. Es lacerante su replanteamiento semántico de la palabra “Revolución” aplicado a las exigencias familiares, cuando advierte que “la historia no escrita de la Revolución es el drama de esos incansables luchadores contra la cobardía, que no se atrevían a enfrentar un fin de semana a solas con sus hijos”. O su más desoladora conclusión sobre tantos duros episodios cubanos que “deberían templar un carácter, favorecer cierta gravitas, suscitar un pathos. Pero casi todas esas personas que conocí preferían olvidar. Y, poco a poco, todo se va olvidando. Y queda esa palabra: Revolución”.

Esa gravitas y ese pathos sí están en el libro de Hernández Busto, que es mucho más que un testimonio sobre su isla. Su educación sentimental pasa de La Habana a Ciudad de México, de Rusia a Barcelona. Es una verdadera rareza de estilo en la proliferación literaria actual donde pocas veces es posible encontrar ese espíritu de resistencia centrado en el lenguaje y la exposición nada ejemplar de sí mismo, hecha con la misma dosis de pudor y acritud. Así como con su admirado Ribeyro de los fragmentos de Prosas apátridas, hay que darle una vuelta al título de su libro. En este caso es un palíndromo. Se lee igual del revés. Así que La ruta natural no engaña: no hay ruta, o al menos es posible la contraria, y el estilo debe parecer natural. Luego de leerlo se entiende que es el destilado de un largo desarreglo. (O)

En los mejores libros de fragmentos parece que no es posible que el lector se marche de prisa: hay todavía por desovillar y no se puede pasar tan rápido.