Dos son las funciones esenciales del Estado: la primera, la protección de los derechos de sus asociados y, la segunda, que dimana de la anterior, la resolución de los conflictos entre esos asociados. Esto se puede resumir en dos palabras: seguridad y justicia. Todo lo demás que puede hacer un Estado es secundario, adventicio, subsidiario o, con no poca frecuencia, arbitrario. Cuando los asociados a un Estado le concedemos la facultad de impartir justicia, estamos renunciando, en todo o en parte, a “hacerlo por mano propia”.
Digo que puede ser una renuncia solo en parte, porque, para bien o para mal, el Estado y sus gobiernos no son omnipresentes ni omnipotentes, y quedan resquicios en los que a veces es necesario restablecer nuestros derechos apelando a nuestras propias fuerzas. Pero esa no es la idea, al menos desde cierto punto de vista, lo ideal es que todas las diferencias se sustancien ante autoridades, preferiblemente ante tribunales apropiados. Y esa ha sido la tendencia a lo largo de la historia de la humanidad. Pero como los seres humanos somos esencialmente libres, no estamos condenados, como creen los materialistas, a construir el mundo de determinada manera, somos capaces de retroceder, de equivocarnos, de destruir lo que habíamos levantado. Por eso el camino hacia una justicia eficaz y universal tuvo idas y vueltas. Pero ciertamente en la modernidad y concretamente en los siglos XIX y XX se avanzó sólidamente en esa vía.
Como dijimos quedan resquicios en los que la justicia estatal no llega, pero nos es difícil creer que en la actividad de, nadie menos que, un jefe de Estado no se encuentren fórmulas conformes a la ley para solucionar diferencias con otras personas y se pretenda hacerlo a golpes, retrocediendo en siglos nuestras actitudes. Van por lo menos cuatro ocasiones en las que el presidente de la República del Ecuador ha desafiado a dirimir conflictos “uno a uno”, entendiendo por esta expresión enfrentarse a puño limpio. Algo debe andar mal en ese Estado que preside, tanto que él mismo, sin confianza en la institucionalidad, pretende para solucionar diferendos recurrir a la fuerza. ¿No es esta una manera de decir que el Estado, el Estado que él preside, ha fracasado en una de sus misiones esenciales?
Insistimos en decir que las sociedades e incluso la humanidad en su conjunto pueden retroceder y justamente en este sentido. El sofisticado derecho romano fue olvidado y las naciones europeas se rigieron, por lo menos durante un milenio, por los códigos bárbaros, en los que había amplias posibilidades de hacer la justicia espada en mano. Como sabemos en esos años oscuros la “justicia” terminaba por satisfacer a los fuertes, a los poderosos. No pensemos que estos exabruptos son detalles folclóricos, sin mayor importancia, porque fácilmente se puede llegar a pensar “si tengo derecho a partirle la cara a alguien, ¿por qué en lugar de hacerlo personalmente no envío a mi capanga?” Y vaya usted a saber dónde podemos terminar por este sendero. (O)