Suena el teléfono en las oficinas de Ayuda para Siria en Leipzig: necesitamos urgentemente un traductor. Para inscribirse en la Universidad, un chico debe hacer traducir sus certificados académicos del árabe al alemán. Saif marca los números de la lista de traductores certificados y voluntarios: imposible. Entre el hartazgo y el mal humor, todos aseguran que en sus escritorios se apilan, hasta el techo, papeles en árabe esperando su turno de convertirse al alemán: certificados escolares, laborales, universitarios, cartas, juicios... y hasta un poemario (también algún poeta vino a parar a Alemania, nadie creerá en su genio si tan solo balbucea errores en alemán, así que lo pondrán a trapear pisos en la cafetería universitaria hasta que pruebe ser quien dice ser, gracias a las artes mágicas del traductor).
Hace pocos días, en un albergue de refugiados en Leipzig, doscientos hombres se enredan en una golpiza épica: afganos contra sirios. En primera página del diario local, un titular escandaloso. Llega la policía, se requieren refuerzos, se llama incluso a los efectivos que se encontraban “velando por el bienestar” de los hinchas en el estadio de fútbol. Han transcurrido varios párrafos y recién nos enteramos del motivo de la trifulca. Igual que la policía, que ha debido esperar la llegada de los intérpretes para comprenderlo, los lectores estamos a merced del diario, quien pérfidamente se guarda para el final la información esencial: un muchacho afgano había intentado agredir sexualmente a una niña siria. Y yo me pregunto por qué a una niña se la “refugia” rodeada de hombres solos que llevan meses de fuga y horror.
Estudio un esquema del galpón 4 del recinto ferial de Leipzig (donde se realiza anualmente una de las ferias de libro más antiguas e importantes del mundo): al inmenso edificio de acero glacial lo han dividido con tabiques, como compartimientos modulares de oficina, “separando” a los refugiados por países: Siria, Afganistán, Eritrea, Irak... Mil ochocientas personas en una versión moderna de Babel tras el castigo divino: si una vez compartimos una lengua que nos identificaba con el prójimo, ahora reina la confusión y la confrontación. La comunicación y la convivencia pacífica cedieron el paso al caos, el aislamiento, el rechazo al mundo del otro.
No solo es bíblica la caída del hombre de la paz al caos, es un cuento moderno. El desarrollo económico de las últimas décadas se ha dado de una manera tan contrahecha e injusta: la distribución de la riqueza, organizada por el dios de la avaricia, el comercio internacional basado en el empobrecimiento de una región para el enriquecimiento de otra. Se polarizan las religiones, cada vez más fanáticos se unen en un solo alarido que impone el “ tener la razón” sobre el ser humano.
En un mundo de narcisos que solo escuchan su propia voz, que morirían y matarían con tal de tener la razón y escenificar su éxito a costa de todo y todos, en un mundo en donde la intolerancia entre judíos, musulmanes y cristianos sigue tan ciega y destructora como desde hace siglos, pienso en el traductor como una especie de tabla de salvación, de posibilidad de redención. Evoco ese idilio histórico que fue la Escuela de traductores de Toledo, un oasis de paz en donde árabes, cristianos y judíos convivían alimentando el intercambio, el enriquecimiento mutuo. Traducciones del árabe al vernáculo que permitieron el desarrollo de las matemáticas, la geometría, la astronomía. Llegó el método experimental, el sistema numérico, y en las tinieblas de Europa se empezó a colar la luz de Oriente.
Los traductores son silenciosos constructores de puentes: tímidos, generosos y humildes, dice el filósofo alemán Schleiermacher, prefieren difundir las ideas de otros, a quienes admiran, que imponer en el mundo sus propios criterios. En la novela El viajero del siglo, Andrés Neuman les da a sus amantes la tarea de traducir poesía: “Cuanto más trabajaban juntos más se daban cuenta de lo parecidos que eran el amor y la traducción, entender a una persona y trasladar un texto, volver a decir un poema en una lengua distinta y ponerle palabras a lo que sentía el otro. Ambas misiones se presentaban tan felices como incompletas: siempre quedaban dudas, palabras por cambiar, matices incomprendidos […] eran conscientes de la imposibilidad de lograr la transparencia como amantes y como traductores. Diferencias culturales, políticas, biográficas, sexuales actuaban como filtro. Cuanto más intentaban mediar en ellas mayores se volvían los peligros, los obstáculos, las malinterpretaciones. Pero al mismo tiempo los puentes entre las lenguas, entre ellos mismos, se volvían más anchos”.
Si, como dice Benjamin, todas las lenguas se complementan, y su propósito común es volver al lenguaje puro, si todas las lenguas están en continua transformación, en búsqueda de la armonía, cada una desde su modo distinto de significar, entonces quizá la humanidad también, en el momento en que comprenda que nadie “tiene la razón” y renuncie a atribuirse la facultad de imponer su credo, su idioma, sus formas sobre otros, en el momento en que se entregue al continuo renacimiento y acepte que cada sistema, cada forma de expresión es transitoria y provisional, podrá retornar quizá, ojalá, a la paz y a la igualdad. (O)
En un mundo de narcisos que solo escuchan su propia voz, que morirían y matarían con tal de tener la razón y escenificar su éxito a costa de todo y todos, en un mundo en donde la intolerancia entre judíos, musulmanes y cristianos sigue tan ciega y destructora como desde hace siglos, pienso en el traductor como una especie de tabla de salvación, de posibilidad de redención.