Pocas lecturas pueden ser tan provechosas para niños como Leyendas del tiempo heroico, de Manuel J. Calle. Pienso que los 10 años puede ser la edad ideal para sugerirles este libro, cuando ya pueden comprender que se trata de ficciones históricas, en las cuales una creación imaginaria se ambienta en un escenario temporal y geográfico real. En las escuelas solían leernos fragmentos de estas elegantes narraciones, pero raramente nos ayudaban a distinguir la fantasía de la historia, esta falta produjo una visión mitológica de las guerras de la Independencia que todavía prevalece. Si se toma esa precaución, esta lectura será más útil que la intoxicación con bodrios revisionistas, al uso de los tiempos que corren. Por lo menos, la brillante prosa del escritor cuencano contribuirá a mejorar el uso del idioma, algo que hace falta en la actualidad, como se puede comprobar si oímos una sesión del congreso nacional.

En cambio, para los señores ya grandes, recomiendo Hombres de la revuelta, del mismo Tuerto Calle. Estos tiempos cenicientos, y no por culpa del Cotopaxi, requieren del ejemplo de este escritor y periodista que aunaba las virtudes formales de la excelencia idiomática con las morales de una valerosa toma de posición política. Ese librito publicado bajo pseudónimo, más por una convención entonces al uso que por ocultar su identidad, tenía como blanco los protagonistas del golpe de Estado que destituyeron al presidente constitucional Lizardo García y entronizaron a Eloy Alfaro. Graciosísimo, mordaz, inmisericorde, divierte ciento diez años después de publicado. Allí quedan muy mal parados los bravucones, los pícaros, los tontos, los esbirros, los dados de guapos, los amargados... siempre la misma fauna. Quizá Calle fue menos erudito que Juan Montalvo, pero es tan buen estilista y de pluma tan afilada como el gran ambateño.

En el penoso clima de indignidad en el que nos debatimos, la prensa ecuatoriana presenta minoritarios ejemplos de verticalidad en una hora que solo cabe comparar con el garcianismo. Las otras dictaduras (el Mudo, Flores, las juntas del siglo XX) oscilaron entre la tolerancia y la torpeza, pero sobre todo eran efímeras por definición. En el alfarismo hubo grandes abusos, recordemos nada más a León Vivar, pero la naturaleza heterogénea de la Revolución y la difusa pero indudable influencia liberal impidieron la consolidación de un régimen autoritario de larga duración. En cambio, ahora enfrentamos a un proyecto, que como el de García Moreno, busca por una parte controlar todos los aspectos de la vida, y por otra, perpetuarse a largo plazo. Hay muchos otros aspectos como la tecnolatría o la intemperancia del caudillo que asimilan hasta el curioso detalle a los dos regímenes. Por eso contemplamos con angustia que las pocas luces que alumbraban en esta lluvia de ceniza se van apagando, ayercito nomás Martín Pallares, mañana Fundamedios. Pero a la larga será estéril este esfuerzo de los bomberos de la mediocridad, el fuego del Cosmopolita y del Tuerto se mantendrá encendido a pesar de los siglos. (O)