Desde el sitio en el que vivía junto con su madre y abuela hay un dominio absoluto de la ciudad: el cerro Cuntur Caca –llamado así por unos farallones parcialmente blanqueados con excremento de cóndores que moraban en épocas aborígenes– es de los pocos miradores donde el ángulo de visión tiene 360 grados.

La diminuta Dayana Micaela dejó congelada su presencia física en una fotografía en la que muestra una sonrisa incompleta, cachetes muy enrojecidos y cabello en dos moños laterales que no logran doblegarse ante la libertad de una especie de crines al aire. Bueno, su presencia física está en esa fotografía y también en una gama de peluches de colores chillones, muñecas de plástico desnudas, una cama bien tendida y prendas de vestir colgadas de clavos martillados directamente en las paredes de madera.

El 11 de noviembre de 2012, dos personas que se presume fueron al mirador llegaron a la casa de Dayana, de su madre y su abuela. Se mostraron interesadas por el lugar, conversaron un poco y ofrecieron un racimo de uvas a Dayana y la abuela –la madre, como todos los días, había ido a su trabajo–. Casi de inmediato, las dos cayeron en un profundo y definitivo sueño.

Cuando la abuela despertó –¿realmente habrá despertado?, ¿despertará algún día la familia de esta pesadilla?– se vio sola. La Dayana Micaela se había ido con su sonrisa incompleta, cachetes enrojecidos, moños desordenados. Se había ido en contra de su voluntad y probablemente con las personas que les ofrecieron uvas.

El 4 de febrero de 2013 –también lo hicieron los dos años posteriores– la familia decidió celebrar el tercer cumpleaños de Dayana Micaela. Armaron una mesa con galletas, té, unos caramelos, muñecas de plástico desnudas, peluches de colores chillones y, encabezando la mesa, la fotografía de la Dayana Micaela con su sonrisa incompleta.

La mirada de la pequeña es intrigante: ojos negros como los capulíes que aparecen en los árboles desperdigados por el campo. Pequeñitos, como los de una niña de 2 años que nunca imaginaría que hay personas que roban a otras, quién sabe con qué fines. Tristes, pues si con la mano cubrimos la sonrisa incompleta que la acompaña en la fotografía, el resultado son unos insondables pozos tristes a la espera de ser rescatados.

El resto de la historia, que la conocí por una nota en la televisión local, es un cliché, historia formateada, matrizada, calcada: denunciar la desaparición, responder los cuestionarios, llenar los formularios, esperar, esperar, esperar, esperar, esperar… seguir esperando a que alguien haga algo.

Según un informe de la Dirección Nacional de Delitos Contra la Vida, Muertes Violentas, Desapariciones, Extorsión y Secuestros (Dinased), publicada por El Telégrafo, en el año 2014 se reportó la desaparición de 4.592 personas. Según ese mismo informe, el 90% de casos fue resuelto tras hallarlos “vivos y en otros casos muertos”. Entre los casos de desaparición deben considerarse los que son por una suerte de autoexilio o porque deciden dejar sus hogares por maltrato.

Pero en las mesas de los investigadores quedan otros casos: en cifras, un 10% de historias como la de Dayana Micaela.

Un 10% de familiares sometidos a un dolor irreparable. A una intriga que lacera en llaga viva y obliga a refugiarse en los recuerdos físicos de fotografías, muñecos y prendas de vestir. (O)