Hace algunos años que no la veía. ¿Doce, quince? No puedo precisarlo. Era una joven que llegó a Guayaquil en busca de mejores oportunidades. En su lugar encontró lo que creía que era el amor y con él llegaron un hijo primero y una hija después. Y luego, el amor desapareció y se encontró sola con la responsabilidad de sí misma y de otras vidas. Vivía en un barrio pobre de calles lodosas, en una casa que carecía de los servicios básicos, cerca de una zanja enorme, siempre llena de basura o de aguas putrefactas, que ponía en peligro la vida de los que habitaban en el lugar.

La he encontrado nuevamente, la acompañaba una niña, la tercera de sus hijos, me contó que el mayor estudia de noche y recién ha conseguido trabajo; la segunda, con serios problemas de salud, está embarazada. Me dijo que vive en la misma zona, pero no en la misma casa. Trabaja vendiendo lo que puede. Fui al lugar, me sorprendió el barrio: pavimentado, con parques, parterres y un bonito mercado. La zanja es ahora un canal técnicamente construido y con barandas de seguridad para evitar que alguien caiga en él. Hay agua potable, alcantarillado, recolección de basura. Me alegré y pensé que su vida había cambiado.

Llegué a la casa y me di cuenta de que no era así. Unas cañas marcan el frente de la casa, en uno de los lados no tiene pared, sino la del vecino, atrás y en el otro lado hay unas cañas que sostienen pedazos de plástico que hacen las veces de cerramiento. Dentro hay tres camas, una refrigeradora muy vieja, una mesa y una silla, un televisor pequeño en el que es difícil ver algo porque hay muchas rayas en la pantalla, unas ollas viejas y un fogón. ¿Dónde ubicarán al pequeño que va a nacer?

Ella no es la única. Son muchas las personas que han visto llegar el progreso a su barrio y que ahora tienen acceso a agua potable, a la electricidad, al dispensario, donde con suerte pueden ser atendidas si lo requieren, pero que no han logrado resolver sus angustias cotidianas para sobrevivir. Probablemente necesitan acompañamiento, asesoría, capacitación y, por supuesto, una fuente segura de ingresos, trabajo autónomo o dependiente que les permita asegurar el sustento y librarse de la incertidumbre de cada día acerca de si conseguirán lo necesario para los alimentos. Cada cuatro años oímos las críticas a esa realidad y las promesas de cambio. Los unos aseguran que será el mercado el que permita que tengamos una economía incluyente, que ofrezca a todos oportunidades de inserción social y tranquilidad económica. Otros afirman que el Estado es el único gran organizador de una sociedad equitativa. De ambas posturas hay ejemplos en la historia, pero lo cierto es que mejora el entorno, llega la urbanización, pero si las personas no tienen acceso a un trabajo digno, estable y estimulante que les ofrezca un salario adecuado para mantener a su familia y les dé la oportunidad de sentir que participan de manera activa en la vida colectiva, además de ejercer su derecho a pensar y expresar lo que piensan, parece claro que ni el mercado, ni el Estado por sí solos pueden cumplir su rol. Quizás hace falta conocimiento directo y cercano de la realidad para ser capaces de ofrecer una respuesta adecuada, que vaya más allá de lo que marcan las ideologías y llegue a los seres humanos, que son, deberían ser el destino de toda actividad política. (O)