Y claro, por ponerme a escribir sobre arañas peludas y venenosas, me olvidé por completo de las bananas. Las bananas, esas frutas que nos teletransportan de vuelta al hogar y a la infancia. Quién no se siente otra vez niño mientras come un plátano, sosteniendo entre los dedos combados ese torso oloroso y erguido, de brazos caídos. El olor de los plátanos me recuerda a la cocina de mis abuelos en el Quito de mi infancia, en cuyo frutero reposaban indiscriminadamente junto a los maqueños. Cuántas veces me encontraría pelando una banana sospechosamente gruesa para luego escupir el bocado en el basurero (nunca me gustaron los maqueños, menos aún batidos con clara de huevo cruda). Y es que no había manera, cuando niña, de hacerme entender la diferencia obvia entre un plátano seda y un maqueño. Con el tiempo, sin embargo, he desarrollado un ojo de águila para esas asimetrías esenciales.
De entre todas las tragedias sociológico-emocionales de la emigración, yo destacaría la despiadada abstinencia de comidas típicas a la que el migrante debe someterse. Situación insufrible: el primer síntoma de que un país se está llenando de extranjeros es la proliferación de restaurantes étnicos e importaciones de productos exóticos que los nativos no saben ni cómo pelar y los extranjeros adquieren con devoción. Hay un verdadero punto de encuentro de la comunidad latina en Leipzig, más allá de las pachangas, y es la trastienda de los supermercados vietnamitas, en donde se esconden los verdes realmente verdes. En el refrigerador junto a la caja amarillean algunos maduros junto al culantro. Quienes hemos crecido alimentándonos de tigrillo, bolón y cazuela, nos encontramos entonces en ese rincón secreto a donde nos dirige el dueño de la tienda cuando le preguntamos, guiñándole el ojo, dónde están los verdes “de verdad”. Así se tropieza uno con sus congéneres, rebuscando en las cajas, arranchándose los verdes más verdes.
Los amantes de la buena comida, los nostálgicos de los platos de la abuela, son capaces de cruzarse toda la ciudad, todo el país, si llega a sus oídos el rumor de que una señora hace tamales o de que un restaurante ofrece cebiches. Y cuando aterrizan en Alemania las cada vez más escasas visitas que recibimos acá tan lejos, agradecemos con lágrimas en los ojos a quien nos trae de regalo una bolsa de achiote (es alarmante la cantidad de achiote que se almacena en las casas de los ecuatorianos en Europa).
La avidez por los sabores de nuestra infancia es tal que muchos hasta hemos aprendido a cocinar. Y nos encontramos el fin de semana invitando a nuestros amigos alemanes a comer sopa de quinua, encebollados y llapingachos. Grasientos, redondos soles anaranjados refulgentes de sabor, los llapingachos son exactamente lo contrario de sus primas centroeuropeas: las Klösse, flácidas y descoloridas bolas de papa. Con brillante sentido del humor, John Banville las describe como pelotas de tenis desgastadas y pastosas, extremadamente viscosas. Lo cierto es que comer esta especie de albóndigas de almidón de papa es tan antierótico como prepararlas. Su consumo se justifica, según yo, a la luz de las teorías psicológicas que sugieren que los seres humanos nos enamoramos para siempre de los sabores de nuestra infancia, y que a todo podemos acostumbrarnos, menos al cambio de alimentación. El paladar es, por así decirlo, reacio a la integración. Un conservador desadaptado. Así que algunos alemanes comen Klösse y algunos ecuatorianos tomamos sopa de fideos de lacitos recocidos y pedazos de queso flotando por ahí…
Pero aún así, una de esas sopas o un arroz con huevo se cocinan en ocho minutos con una sola mano (y si usamos las dos, en cuatro), mientras que el proceso de elaboración de las Klösse es comparable a una jornada de trabajos forzados: pelar una montaña infinita de papas, rallarlas, extraer el jugo, separar el almidón, cocinar una parte, hacer un puré, formar las bolas, rellenarlas con un pedacito de pan viejo frito en mantequilla –el único detalle que les otorga una mezquina gota de sabor– y luego cocinarlas en agua mientras se reza (sin rosario, protestantemente) para que no se deshagan. Finalmente, como culminación de un par de horas de trabajo, se obtienen unas pelotas tan pálidas y blandas que sus virtudes se nos escapan a quienes todavía poseemos dientes para masticar. Definitivamente, es esta una especialidad protestante: mucho trabajo, poco placer.
Cuando niños, muchos alemanes del Este comían (¡de almuerzo!) arroz con leche, papilla de sémola con canela y azúcar, albóndigas de pan con salsa de vainilla o de arándanos. Hoy puede suceder que un adulto almuerce en la cantina del trabajo estas comidas de bebé. Y es que quizá nos pasamos la vida buscando regresar a ese sentimiento primigenio de protección, a la calidez de la leche materna que nos salvó de la muerte. Vamos por la vida arrastrando la nostalgia por los olores y sabores de la infancia. Y quienes estamos lejos de ellos, pues nos volvemos artistas de la simulación. De los trucos para preparar un cebiche en Berlín, las huecas donde conseguir los ingredientes para un encebollado, de los atracones de comida típica que nos pegamos cada vez que vamos de visita a Ecuador, se puede hablar durante horas con un compatriota. Y bajo el sol equinoccial seguramente soñarán los alemanes con su pan de masa agria, sus Kuchen y Stollen, sus salchichas de Turingia y sus bávaras salchichas blancas. (O)
Vamos por la vida arrastrando la nostalgia por los olores y sabores de la infancia. Y quienes estamos lejos de ellos, nos volvemos artistas de la simulación.