El domingo pasado, la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, inauguró las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación. No fue la primera ni la cuarta vez que lo hacía: fue la octava (la decimosegunda si sumamos las cuatro de su marido). Pero también fue la última porque la Constitución argentina solo permite repetir un periodo de cuatro años y esta vez ya no hay marido ni pariente que permita la trampita antirrepublicana.

Ocho años no son nada en comparación con los 200 que está por cumplir en el 2016 la República desde su independencia y un poco menos desde su organización definitiva como una democracia republicana de estilo occidental y americano en 1853. Por eso, por ser una democracia republicana de estilo americano, los poderes tienen límites en el espacio y en el tiempo. Y el del tiempo es de una gran sabiduría porque impide la perpetuación en el poder precisamente a los poderosos, que son los que en las elecciones disponen de más recursos y los que, al estar en el poder cuando se eligen autoridades, podrían hacer alguna travesura.

El sistema republicano no permite que perduren en el poder los autoritarios y sí permite que perduren las políticas y los ideales de los que comparten el poder porque saben delegarlo, encuentran sucesores mejores que ellos, capaces de seguir sus principios, y establecen políticas de Estado que se mantienen en el tiempo a pesar de cambiar las personas. Los personalismos, en cambio, se terminan con las personas, como la misma palabra lo indica.

Permítanme hacer una futurología barata para imaginar lo que puede ser la Argentina dentro de cuatro años, cuando sí podría volver Cristina Kirchner. La Argentina del 2019 va a ser tan distinta que a todos nos parecerá un sueño lo que vivimos en estos primeros quince años del siglo y del milenio. Y esto no tiene nada que ver con la política con minúscula y sí con la Alta Política. Hoy día, por el camino de la confrontación que han elegido los contendientes de uno y otro lado de la grieta, la Argentina no va a ninguna parte, pero abrigo la segura esperanza de que las cosas van a cambiar de un modo impensado.

Se lo explico:

El mundo cambió y hoy disfrutamos de una de las más deliciosas realidades de la vida en sociedad, que es convivir millones de personas distintas con gustos diferentes, edades diferentes, pensamiento diferente y hasta soluciones diferentes a los mismos problemas. Vivimos en un mundo y una época de consenso, de inteligencia colectiva, de objetivos comunes, de realizaciones en equipo, de sinergia y cooperación…

Para que se entienda con una metáfora cotidiana, en la Argentina estamos viviendo la resaca de una época que gran parte del mundo ya superó en Occidente y en América –en las democracias americanas y occidentales decía en el segundo párrafo– que es adonde pertenecemos, mientras que en otras partes del mundo recién están empezando a emborracharse. Es el chuchaqui del conflicto y de la grieta, de la bronca y la crispación, de conseguir objetivos a fuerza de pelear en lugar de intentarlo con la seducción, el diálogo y la cooperación.

A Europa le costó siglos dejar de ser el campo de batalla del mundo y ya lleva 70 de paz, nunca vistos en su historia desde la época de Augusto y la Pax Romana. Recién después de la Segunda Guerra Mundial consiguieron pasar de la confrontación a la cooperación. Esa cooperación convirtió a Europa en una gran potencia, capaz de competir con la hegemonía norteamericana, pero también la volvió uno de los lugares más gratos para realizar los sueños, pocos años después de ser el lugar de donde todos escapaban para cumplirlos. Lo consiguieron con la sinergia de países culturalmente parecidos y también muy distintos, pero con una historia común, aunque en ella dominaran las guerras, y en una geografía abigarrada que parece más una península de Asia que un continente distinto. Nadie dice en Europa que una nación vecina es una hermana como decimos nosotros, y sin embargo hoy conviven como si fueran siameses en la federación más notable de diferencias.

Cuando termina el chuchaqui pasa lo mismo que cuando se levanta la niebla: aparece el paisaje con sus contornos precisos, iluminado por el sol que antes tapaba la nube. Algún día va a ocurrir en la Argentina y espero que sea en los próximos cinco años. A ese cambio lo produce la sociedad que evoluciona en cada país y en el mundo entero aunque vaya por sectores. Los buenos políticos saben acompañar esas transformaciones y las potencian para hacer más felices a sus pueblos. Los malos –los que solo quieren su propia felicidad– resisten en su búnker rodeados de aduladores y de su egoísmo y le echan la culpa al pueblo que no los entiende.(O)

Y el del tiempo es de una gran sabiduría porque impide la perpetuación en el poder precisamente a los poderosos, que son los que en las elecciones disponen de más recursos y los que, al estar en el poder cuando se eligen autoridades, podrían hacer alguna travesura.