El amor correspondido es uno de los factores que más intensamente contribuyen a crear ese estado duradero y proyectable de satisfacción con la propia vida que llamamos felicidad. Los afectos y, notablemente, el amor de pareja son un componente esencial de ese estado. Es difícil de creer que alguien apartado del amado, por cualquier razón, pueda ser feliz. De nada servirán una relativa libertad, una buena educación e incluso cierta riqueza, si el objeto de nuestro sentimiento no está a nuestro lado. Es imposible que los otros, en especial ese gran otro que es el Estado, puedan procurar la “felicidad”, puesto que ese componente indispensable solo puede ser proporcionado por un individuo, el amado.

Antes se pensaba que el amor de pareja era una creación cultural occidental, hoy se sabe que se ha dado en todas las culturas. Pero en muy pocas se consideraba base necesaria para el matrimonio. Esta unión se imponía de acuerdo a convenciones sociales, con fuertes determinaciones económicas y de clase. Por eso, todas las historias de amor eran tragedias de amantes que no podían unirse porque las reglas de su pueblo no lo permitían. En Occidente, desde fines de la Edad Media, se cambian poco a poco estas reglas y cada vez más el amor se convierte en base de la unión conyugal. Ninguna coincidencia que este cambio coincida con el surgimiento de la burguesía, la república y el liberalismo. La libertad comienza a imponerse en todos los ámbitos de la vida. Amor y libertad son una yunta inseparable, puesto que solo se puede amar lo libremente elegido. Así, en las más elaboradas distopías literarias el amor se convierte en el mayor escollo para la organización totalitaria. Así ocurre en Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en el que se ha establecido el sexo libre como el sustituto de las relaciones de pareja. También en 1984, de George Orwell, en el que el adulterio de Wilson y Julia se convierte en vía de escape de la represión general.

Ya está cada uno con su cada quien, ¿pero se puede decir que nuestra cultura es la más feliz? Habría que discutirlo, porque el amor tiene la singular cualidad de ser la mayor fuente de dicha y también de desdicha. Nada, nada, produce más satisfacción que un amor que nace y es correspondido. Asimismo, nada es tan horrible como un amor en el que los amantes son forzados a separarse. El amante se ama en el amado, el perderlo es perderse, es morir bastante. Por eso no es raro que esta enajenación lleve al amante a la muerte real por suicidio o por fortísimas reacciones somáticas. La fuerza totalizadora, ese unir vida y muerte, placer y dolor, felicidad absoluta con desdicha total, es quizá la causa por la que la desgracia amorosa ha sido en todas las culturas la materia principal de la literatura. Entre miles de frases que han manado de esta fuente de belleza, escojo esta de Herman Hesse: “Para todos, incluso para los más afortunados, el amor necesariamente comienza con una derrota”. (O)