Mientras el Estado no pueda cubrir, total y gratuitamente, las necesidades educativas de la población, debe existir la educación privada bajo la supervisión del mismo Estado, y aunque este tuviera capacidad para atender íntegramente toda la demanda educativa, deberían seguir existiendo las escuelas y colegios particulares como opciones para quien quiera y pueda pagarlos.

El tema viene a cuento porque en estos días se ha desarrollado una polémica pública por el hecho de que las autoridades gubernamentales de Educación han recordado a los directivos de los institutos privados que no pueden impedir que asistan a clases los alumnos cuyos padres o apoderados estén en mora de pagar los importes fijados como contraprestación por los servicios que recibe el educando, lo cual ha causado preocupación y malestar en algunas instituciones educativas, junto con el beneplácito de los padres de familia involucrados.

El tema no es de fácil análisis porque se trata de conciliar dos cosas: por un lado, la situación del niño o del adolescente que sufre un discrimen –si se le impide el ingreso a un aula porque su padre no ha pagado la pensión respectiva– que puede afectarlo psicológica y socialmente por una causa que, además, no emana de sí mismo, que no es culpa suya, y cuya consecuencia no debería sufrirla. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la institución educativa, independientemente de las utilidades que perciba, debe pagar a sus profesores, que también son padres de familia, y a todos sus otros trabajadores, además de cumplir, como cualquier ciudadano o cualquier empresa, con la cancelación puntual de todos los impuestos y contribuciones por los servicios públicos pertinentes estatales o municipales.

Hay de por medio respetables trabajos y preocupaciones humanas tanto de los profesores, cuya remuneración peligra –por lo menos de percibirla puntualmente– porque las finanzas del colegio se desestabilizan, como del padre de familia que no puede honrar las pensiones por alguna dificultad sobreviniente, por gastos de carácter extraordinario como puede ser una calamidad doméstica, porque de eso se trata, pues no cabe suponer que un padre de familia sensato, sabiendo que no tiene los recursos económicos para cubrir la pensión escolar, matricule a su hijo en una escuela o colegio cuyo costo es muy alto para sus ingresos solo por mantener un estatus, lo que sería una enorme y manifiesta irresponsabilidad.

Nuestra propia condición tercermundista y el nivel general como país nos condicionan a estar discutiendo ahora acerca de la morosidad en los pagos de entidades privadas que no pueden ser obligadas a trabajar gratuitamente, pero que tampoco deben depositar problemas en la mente del niño o del adolescente, por lo que lo más práctico sería –casi como un deber social– que las escuelas y colegios particulares, al matricular a los discípulos, tomaran todas las precauciones y previsiones sobre la forma en que van a recibir los pagos de los padres de familia, para evitar que sean los alumnos quienes sufran las consecuencias de un conflicto que los adultos no han sabido resolver.

Aunque claro, lo de fondo sería que las autoridades educativas y los ciudadanos estemos preocupados de otra cosa, de lograr que el educador, como decía Paulo Freire, ya no solo sea el que educa, sino que en tanto que educa sea educado a través del diálogo con el educando, quien al ser educado también educa. Parece trabalenguas, pero tiene un profundo contenido.