La angustia desfigura la noche despejada de agosto. La noche puede figurar las tinieblas en que vive esto que se autodenomina república. Hemos vivido épocas más violentas, más desordenadas, pero no más oscuras. Solo a la sombra intensa podemos ver el verdadero color de las personas y en la oscuridad todos los seres humanos son pardos. Más que oscuros, neutrales, indefinidos, ni un destello de intensidad, ni un rastro de grandeza. Todo cubierto por el nocturno polvo estival que enerva el tacto. El juego de palabras solo podía venir de, o también solo podía ir a, La noche transfigurada, por supuesto, el poema de Richard Dehmel sobre el que Arnold Schoemberg compondría un sexteto tan excepcional como su inspiración literaria. Esta pieza musical constituye así un caso raro de música de programa para un conjunto de cámara.

El poema trata de dos enamorados que atraviesan un bosque bajo la fría luz de la luna. La mujer confiesa al hombre que está embarazada, pero que el niño no es suyo. El enamorado, con la generosidad infinita que inspira el amor, acepta al niño sin condenar a su amada. Cuando escribió su sexteto Schoemberg tenía veinticinco años, la composición preludia las grandes innovaciones que introduciría el músico más tarde, el atonalismo, el dodecafonismo y el serialismo, pero todavía está fuertemente impregnada de las tendencias posrománticas. La revolución que trajo el austriaco a la música no había llegado, pero él mismo decía que su transformación no era sino un desarrollo de la tradición (como todo cambio verdadero). Escuchar piezas vanguardistas es un poco arduo para un oyente estándar como uno, pero este no es el caso de La noche transfigurada, quienquiera con un mínimo de sensibilidad la encontrará “romántica” en el sentido más usual del término. Su delicado fraseo transfigura esta vacía noche de ansiedad, como el agua lavará mañana las hojas polvorientas de los anturios.

La anécdota del poema de Dehmel nos remite a las maravillosas virtualidades del perdón, que para ser tal no puede estar basado en la compasión, sino en un entendimiento sereno de lo humano, de la libertad del otro y de su dignidad. La palabra clave es sereno, es decir, sin miedo ni ira, si cualquiera de estas pasiones infectan el perdón, lo invalidan. Ya no tiene mérito y, sobre todo, no nos permite experimentar esa dulzura, esa paz, que en estos tratos hace ganador al perdonante... esa sensación igual a la que nos dará la lluvia cuando vuelva a humedecer la terrosa yesca en que se han transformado los matorrales. Es la resurrección. Los tiempos sin perdón son tiempos sin grandeza, como aquellos en los que vivió Schoemberg, quien tuvo que huir de los nazis que lo persiguieron por ser un músico reformista y judío, ambas condiciones inaceptables para el hitlerismo. Lo imagino en su exilio californiano viendo la noche, en la que seguramente evocaría el poema que lo inspiró: “¡mira el claro resplandor del universo!/La gloria rodea todas las cosas...”.