Esa tradición que les asigna materiales preciosos a los aniversarios me hace ver que estamos de bodas de perla. Y el hecho hace tan notoria la ventura de contar con un espacio (invisible pero sólido, inmaterial pero sustentador), en el cual el tiempo ha trazado una historia y amarrado unos lazos, que me pongo a rememorar. En 1984, Guayaquil no ofrecía oportunidades de estudio ni lugares de encuentro donde frecuentar a gente afín. A más de las convencionales universidades o instituciones culturales de rigor, el amante de la cultura padecía de soledad.
Por eso, un conjunto de mujeres, luego de conocernos precisamente en una de esas ocasionales iniciativas de estudio, dimos con la idea de constituir un grupo que nos permitiera continuar poniendo cosas en común. No puedo olvidar a la rubia participante que me dijo: “¿Y esto es todo?”, cuando cerraba un cursillo de literatura. De esa pregunta incitadora nació Mujeres del Ático, como espacio privado para leer y estudiar. No era un club de amigas en torno del libro. Fuimos capaces de una disciplina festiva que se reunió en salas de domicilios para compartir la pasión por leer y que luego dio el paso de abrirse a la comunidad para trasladar a otros esos tesoros que íbamos encontrando juntas.
Entonces había que explicar nuestro nombre. Nos llamábamos así porque una lectura de cierta novela inglesa –Jane Eyre, para ser más precisos– introdujo una inteligente interpretación: en un ático, el poder masculino había encerrado a una mujer para silenciarla, mientras una modosa heroína captaba admiración por su acatamiento y solidaridad. La “loca” prisionera era una víctima, pero a los ojos del lector quedaba como el signo de la mala fortuna de un buen hombre bloqueado por la existencia de esa mujer inútil.
Estuvimos de acuerdo con que las mujeres tenían que revertir muchos de los roles que le imponía la tradición. Que la locura era un disfraz de la postergación, que el encerramiento en cualquier clase de molde nos quitaba la palabra, los múltiples territorios de la actividad, la participación en la construcción del mundo. Esto suena a mucho y soy la primera en declarar que hicimos poco. No militamos en política ni abordamos acciones sociales (que algunas practicaban individualmente antes de conformarnos como grupo). Nuestro territorio fue ese difuminado y todavía discutible terreno de la cultura.
Fue gozoso leer y debatir en torno de El nombre de la rosa o de La insoportable levedad del ser, novelas icónicas de los años ochenta, pero a los pocos años nos resultó insuficiente. Nos abrimos a la ciudad e invitamos a los demás a dialogar sobre lecturas, programas de televisión, hechos de la cultura. Hubo gente que nos prestó sus locales, que nos ayudó de variada manera. Tuvimos fe en la obra naciente de escritoras como Natasha Salguero o María Fernanda Espinoza y las presentamos en Guayaquil. Una revista nos invitó a llevar cada quince días una separata de contenido cultural, un periódico nos ofreció el espacio para una columna que atendimos entre ocho participantes. Invitamos a escritores e intelectuales a brindarnos su conocimiento (buenos amigos han sido Michael Handeslman, Rosa Montero, Marcela Serrano, Carlos Calderón Chico, Carlos Tutivén y muchos más).
La vida nos ha zarandeado de diferente manera, ya no realizamos acción pública. Pero seguimos juntas, y nos da por celebrar porque tal vez es cierto lo que dice el tango, acomodándolo: “Treinta años no es nada”. Y allí vamos.









