Ya que las casualidades no existen, siempre se ha pensado que hubo alguna relación entre el agotamiento del auge petrolero y la decisión militar de dejar el gobierno. En el carnaval del año 1972, las Fuerzas Armadas habían derrocado al eterno Velasco Ibarra que, por su parte, dos años antes y como era su costumbre se había declarado dictador. Embarcados en el auge económico, los militares se declararon revolucionarios y nacionalistas, prometieron la redención de la patria, invirtieron en infraestructura, modernizaron tímidamente el sector público y hasta tuvieron tiempo de hacer un recambio a medio camino. Finalmente, impulsaron el Plan de Reestructuración Jurídica del Estado que, en palabras sencillas, significaba una hoja de ruta hacia un régimen democrático.

Vale la pena recordar esos hechos ahora, cuando se cumplen 35 años de la posesión del presidente que inauguró el periodo más largo de gobiernos civiles de nuestra historia. Y vale hacerlo básicamente por tres aspectos que han ido quedando en el olvido a pesar de la importancia que tuvieron para lo que vendría después.

El primero es el carácter precursor de Ecuador en la instauración de regímenes democráticos en América Latina. Junto a República Dominicana, fueron los primeros países del continente en formar parte de lo que el politólogo norteamericano Huntington llamó la tercera ola de democratización. No es un mérito menor haber encabezado ese proceso, cuando a las dictaduras del Cono Sur y de Centroamérica aún les quedaban algunos años de vida y extendían sus tentáculos con la Operación Cóndor y otras hierbas de esa especie.

El segundo es el carácter de la transición. Esta se hizo “desde arriba”, a diferencia de otros países en que fue el producto de luchas populares, de partidos políticos y de organizaciones de derechos humanos. Con contadas excepciones –que han recibido el reconocimiento histórico–, aquí no hubo actores sociales y políticos que demandaran democracia. Es verdad que se movilizaba el FUT y que los empresarios pugnaban con el gobierno, pero los primeros apuntaban casi exclusivamente a las condiciones laborales y últimos trataban de adaptarse a un escenario de competencia que les resultaba desconocido. Todos, sin excepción, ideaban formas creativas de participación en la renta petrolera. La democracia era secundaria.

El tercero es el inicio del declive económico. A las tareas propias de la construcción de un régimen democrático se superpusieron las del ajuste económico. Aunque los sucesivos gobiernos eludieron la terapia de shock, el desafío económico estuvo siempre presente hasta que se presentó una nueva etapa de auge petrolero a mediados de la segunda década del presente siglo. La débil democracia ecuatoriana, preñada de caudillos, asentada en prácticas clientelares y corporativas, asediada por grupos de presión y huérfana de actores leales a sus principios, debía enfrentar todas las tareas a un mismo tiempo. Por ello, no es casual su erosión (y de los gobiernos), que se refleja en las mediciones como una democracia de baja calidad. Lo sorprendente es que esa calidad haya bajado aún más en los últimos años, cuando se vive el segundo auge petrolero.