Hace exactamente ocho días Manuel Chiriboga escribió, en su columna vecina a esta, un artículo al que llamó ‘Despedida’. Creo que a todos los que lo leímos se nos puso la carne de gallina y se nos encogió el corazón. Pero también creció nuestra admiración ante la gallardía con la que un hombre enfrenta el fin: el fin de su escritura. El fin de su vida.

El artículo es como Manuel: sencillo, diáfano, profundo. Y tierno. Su texto está elaborado, más que con letras, con optimismo, ese mismo optimismo que Manuel reparte a quienes lo vemos, aunque desde hace un tiempo ya no lo veamos. Intuimos que en su cara seguirá prendida esa sonrisa buena, como de niño juguetón, como de viejo sabio, como de eterno desentrañador de enigmas.

Lo recuerdo cuando llegaba a la escuela en una bicicleta grande para nosotros pero no para él, que siempre fue alto y fortachón. Y lo recuerdo en el colegio jugando básquet y enamorando a las chicas bellas a las que había que enamorar. No sé por qué, pero también lo recuerdo tomando helados en la avenida Amazonas… no sé por qué.

Después, como el helado, su destino se me deslió por muchos años: fue a Bélgica y estudió en Lovaina, en esa época en que todavía se vivían los coletazos de Mayo del 68 y del Concilio Vaticano II, y todos –los de allá y los de acá– soñábamos en la revolución. Allí se graduó no solo de sociólogo, sino también de amor: Amarilis, la que lo alumbra con ternezas, la que ilumina los días de neblina y los vuelve soleados, veraniegos.

A su regreso, su trabajo se volcó hacia los campesinos. Viajó por todo el Ecuador y pernoctó en las comunidades más lejanas. Recorrió también otros países y siguió leyendo (un vicio que adquirió en su niñez) y escribiendo mucho.

Pasó por organismos internacionales, pasó por la política, pasó por la agricultura. Pero siempre se quedó en sus ideas: no claudicó ante el poder, no volvió la espalda a sus utopías. Se quedó ahí, en sus sueños de justicia. Y se quedó también en sus amigos, que lo buscamos como un bálsamo: sabemos que él tiene la generosidad para escucharnos, la inteligencia para comprendernos.

Sí, y ahí está: instalado en el corazón de sus amigos. E instalado en sus quimeras.

Un día, ¿será cosa de ocho años?, le dijeron que tenía cáncer. Y desde entonces su lucha contra la enfermedad no ha tenido tregua. Y si uno lo llamaba y le decía reunámonos, él decía espérate, que me están haciendo un nuevo tratamiento de quimio. Pero en una semana nos vemos. Así, como si nada. Y cuando aparecía, se habían desleído –como el helado– casi todos los pelos de la cabeza, pero no su sonrisa, que era la misma sonrisa niña y juguetona con la que convivía con el cáncer y le enseñaba al cáncer a tener paciencia, a dejarle que disfrutara un poco más de un amanecer, del pecado de comer un chocolate, del beso de sus hijos.

Y así, hasta ahora, en que todos leímos esa despedida y sentimos que la piel se nos erizaba y el corazón se nos encogía y la rabia nos ganaba, y la admiración hacia Manuel crecía y exhibíamos su vida con el orgullo de quien ha visto cómo peleó y ganó, porque la manera en que ha vivido derrota cualquier cáncer, derrota cualquier olvido, derrota cualquier muerte.