Intentando alcanzar el cielo se yergue una enorme chimenea de ladrillo, rodeada de cubos chatos y alargados, atravesados por rieles y túneles flotantes. Construido desde 1884, en las entrañas de este complejo industrial se hilaba día y noche. Se hilaba, se hilaba (en alemán: spinnen) en la Spinnerei de Leipzig.

Leipzig: ciudad reinventada sobre el cadáver de su prosperidad industrial y comercial. Aquí se hilaba el atronador progreso de la Alemania de fines del XIX e inicios del XX. De este apogeo y decadencia son hoy testimonio los cascarones abandonados de los recintos industriales, los canales que un día se desmembraron del río para dotar de agua a las industrias textiles y que hoy dan a la ciudad un aire de Venecia de segunda, con barquitos que la atraviesan turística y deportivamente.

Todavía resuenan en la Spinnerei los ecos de las miles de hilanderas, cargadores, mecánicos textiles, etcétera, que dejaron la vida tras los muros del trabajo alienante. Hoy en día son artistas y arquitectos, amantes del arte y galeristas quienes pueblan los enormes galpones y las mínimas oficinas, transformados todos en atelieres. Pintores, grabadores, ilustradores, actores, diseñadores, artistas visuales, bailarines, publicistas conformaron a partir del 2001 un ejército de creadores que tras los imponentes muros de ladrillo empezaron a reinventar el mundo. Leipzig se convirtió en una marca del arte contemporáneo, de la mano del nombre del pintor Neo Rauch, en el marco de la Neue Leipziger Schule (Nueva Escuela de Leipzig).

Al pasear por los edificios de la Spinnerei una tiene la sensación de asentar cada pie en un mundo distinto. El silencio posapocalíptico nos convence de que aquello que alguna vez fue una fábrica productora de hilos, ruido, humo y calor infernales es hoy un oasis artificial. Los rótulos que indican los nombres de talleres de grabado, galerías, cine y teatro, tiendas de suministros de pintura y construcción, residencia de artistas extranjeros, galpones para acciones artísticas y exposiciones colectivas, para fiestas de música electrónica donde se baila entre ropa que transita por la pista de baile nos convence de hallarnos en el corazón del siglo XXI, donde ser artista es un trabajo como todos al tiempo que significa un refugio contra la automatización del mundo. Un refugio construido justamente en aquel lugar alguna vez ocupado por el perseguidor, la quintaesencia del capitalismo industrial: el mundo de la producción en masa y el trabajo alienante, las horas interminables de trabajo, el dejarse la vida sin saber para quién ni por qué, con un salario mínimo que llegaba a casa convertido en pan, desilusión y aguardiente.

Veinticinco años tras su establecimiento en 1884, la Spinnerei de Leipzig ya se había convertido en la hilandería más grande de Europa: 240 mil hilares, 20 mil máquinas retorcedoras de hilo de coser y 208 máquinas peinadoras de algodón cantaban, gritaban y rugían mientras accionistas y dueños se enriquecían hasta el empacho y los trabajadores, luego de sus turnos de 10 horas diarias, escuchaban enfebrecidos los discursos de Karl Liebknecht, instándoles a luchar por sus derechos. En 1887 sudaban sobre las máquinas 318 trabajadores, para 1907 ya eran 1.600 los hombres y mujeres que en un año convertían 20 mil balas de algodón en 5 millones de kilos de hilo, milagro que permitió a Alemania independizarse de las importaciones textiles desde Inglaterra y Suiza.

En los años 20, el KPD (Partido Comunista Alemán) había organizado células clandestinas en cada fábrica, así que en la Spinnerei se editaba en secreto el periódico La araña roja. Llegaron los nazis y el hilo producido casi exclusivamente por mujeres sirvió para vestir soldados con uniformes-mortajas. Luego de la guerra, la Unión Soviética ocupó Leipzig y las mejores máquinas de la Spinnerei desaparecieron. Detrás del muro, la Spinnerei siguió hilando, las trabajadoras dejaban a sus hijos durante toda la semana en la guardería estatal. Llega 1989 y se derrumba el sistema, en 1993 se despide a todos los trabajadores y entonces la legendaria hilandería de algodón empieza a transformarse en hogar de artistas, de ahí su eslogan: “From cotton to culture”.

“Nos seguimos preguntando cuál es hoy el papel del artista, quién es”, me decía el grabador Vlado Ondrej mientras tomábamos un café en su atelier en la Spinnerei. “En la marea mediática y comercial en la que empieza a flotar el arte, el artista dedica todo su tiempo y esfuerzo a hacerse un nombre, a convertirse en marca, pasa el día en redes sociales, alimentando su blog, en fin, haciendo networking. Hoy el artista es mánager, contador, secretario, asesor de imagen. Quizá nunca hemos sido tan multifacéticos y nunca hemos estado tan esposados a la velocidad y superficialidad del mundo”, concluye tristemente. “Como en una fábrica”, comento. “Como hilanderas agotadas volvemos a casa enajenados de nuestra creatividad. Y es por eso, para echar anclas y sondear el fondo sin correr el peligro de flotar de aquí para allá, es por eso justamente que establecí este taller de grabado”, responde Vlado: “Mira las máquinas a tu alrededor, mamuts de hierro, reliquias de tiempos perdidos para siempre. Para resistirme al vértigo del tiempo tomo el buril y con paciencia abro las líneas en la plancha de cobre, lucho contra la resistencia del material y a partir de esa base me entrego a mi pasión, los números: estampa 1 de 5, 2/5, 3/5…”.

Me subo en mi bicicleta y abandono la Spinnerei pensando en que así corre el tiempo y así se detiene, en series que avanzan mientras se quedan, fragmentos de un todo. La fábrica de algodón/la fábrica de arte. El trabajador/el artista. Contradicciones que se van fundiendo en uno, como lo vio ya Andy Warhol. Hoy la hilandería que una vez hiló amarras, hila espacios de libertad: Moiras creativas y fatales.

“Hoy el artista es mánager, contador, secretario, asesor de imagen. Quizá nunca hemos sido tan multifacéticos y nunca hemos estado tan esposados a la velocidad y superficialidad del mundo”.