A los 7 años de edad, las bobinas de papel y el penetrante olor de la tinta marcaron para siempre mi destino. Ese sonido rítmico, frenético, acompasado de la rotativa Harris, que escupía los periódicos impresos, pasó a ser parte de mi vida. De la de muchos.

Quizá todos puedan concluir en la misma idea desde los aprendizajes dejados por su generación; pero desde los de la nuestra pensamos que la mejor época para estudiar periodismo fue la de los años ochenta. Los impresos llenaban las calles de distribuidores en sus puntos fijos, o voceando por las calles, o en las bicicletas de cartero o motos tipo “panaderas”.

La suscripción, en aquella época, era un trato directo con el canillita. Era su negocio. Las grandes empresas de comunicación de medios impresos no sentían aún la necesidad de adoptar esa figura, el canillita sí.

Cuando cursaba el tercer semestre de periodismo, y cuando había reafirmado mi decisión de dedicarme al periodismo impreso, me suscribí a dos diarios nacionales con quienes firmé un compromiso de honor: leerlos íntegros, a diario, hasta en su sección deportiva, mi eterno karma profesional.

En seis meses, mi cuarto de estudio pasó a ser una enorme bodega llena de retazos de los diarios EL UNIVERSO y Hoy. Recortaba las noticias y las almacenaba por áreas de interés: política, periodismo, cultura, tecnología… Fue la forma en la que descubrí las técnicas de redacción y, sobre todo, a la patria misma. Un par de años después, el canillita me abandonó por incumplimiento de pago: mi precario presupuesto de estudiante universitario me obligó a ser cliente de las hemerotecas.

Y no fue sino hasta que estaba dentro de los impresos que entendí una de las dinámicas económicas que les permitían subsistir: una agenda informativa propia, de alto impacto, que posicionaba su credibilidad; en consecuencia, niveles de circulación que los ponían por delante de sus competidores inmediatos; en consecuencia, medios atractivos para los anunciantes. Era eso o perder la vergüenza y llenar de burdo sensacionalismo y sexo los papeles, sin el menor ápice de credibilidad.

Los impresos que acompañé, o mejor dicho me acompañaron durante dos años de mi formación, fueron una gran escuela. Y del Hoy aprendimos sobre innovaciones tecnológicas, y en las aulas universitarias discutíamos sobre eso que llamaban “edición satelital”.

La década del noventa nos trajo la internet. Y con la internet, las redes sociales. Y con las redes sociales, el denominado periodismo digital. Y con el periodismo digital, la viralización de las noticias y una mayor participación ciudadana. La pantalla desplazó a las bobinas. Así debe ser. Ahora, la mejor época para estudiar periodismo seguramente es la actual.

Los medios impresos viven una crisis global: en el año 2012, 2.800 millones de personas navegaron en internet para enterarse, informarse, entretenerse o formarse. Un desarrollo tecnológico que está empujando a los medios impresos a tomar decisiones tan radicales como la que ha tomado el diario Hoy.

Y una segunda crisis: la de la credibilidad, la que enfrenta a los medios con sus propios fantasmas y con los temas de confrontación política. Dos elementos de un mismo conflicto cuyo mediador, como en lides anteriores, será la verdad.