Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial yo tenía 11 años, los recuerdos a esta edad quedan profundamente anclados en la conciencia. Después del conflicto y al culminar mi adolescencia me invadió la curiosidad, quise conocer aquel pueblito llamado Oradour sur Glane, donde los soldados alemanes de la división Das Reich habían fusilado a todos los hombres con ametralladoras y encerrado a las mujeres y a los niños en la iglesia para luego incendiar el templo en el que perecieron quemados vivos casi todos los seres aquí reunidos: se salvó una sola mujer, la señora Roufanche, al saltar por un ventanal detrás del altar. Tres veces emprendí la peregrinación, siempre perturbado hasta las lágrimas, realicé un reportaje para Ecuavisa, contemplé las ruinas de todas las casas y edificios, todo fue saqueado, luego incendiado, no se salvó una sola vivienda. En el pequeño cementerio con la fecha fatídica del 10 de junio de 1944, poco tiempo después del desembarque aliado en Normandía (6 de junio 1944), reposan los restos de las 642 personas, entre hombres, mujeres y niños, asesinadas tan cobardemente. Consta el nombre de cada uno en su lápida o en la placa de la fosa común. El general Charles de Gaulle ordenó que las ruinas quedasen intactas. Nadie jamás podría alegar que aquella despiadada matanza no sucedió.
Vi llegar de los campos de concentración a unos pocos hombres de mi pueblo, llevaban en la muñeca un tatuaje de color azul –su número de identificación–, se veían horriblemente demacrados, contaban una y otra vez su trágica historia. Unos venían de Belsen, otros de Auschwitz, de Büchenwald, de Struthof, de Treblinka. Hasta conocí a una pareja que se salvó milagrosamente al lograr salir del gueto de Varsovia, él era profesor de violonchelo, ella era pianista, tocaba Chopin, Liszt, Bach, Mozart, Schubert. Afirmar que no sucedió el holocausto es mentir descaradamente.
Recuerdo que circulaba en Francia por los años ochenta una revista católica llamada Le Pélerin (El Peregrino). La distribuían sin costo a la salida de las misas. En este pasquín se atacaba furiosamente a los judíos plasmados en siniestras caricaturas. Un compañerito mío de escuela primaria, Samuel Herzog, donde los hermanos de La Salle, fue arrestado con sus padres y hermanos, nunca más se supo de ellos. Llegó un momento en que quise coleccionar libros, fotografías, documentos varios, puedo asegurar que los testimonios que tengo en mi poder son reales y fidedignos. Me duele todavía que el gobierno de Vichy haya permitido y hasta colaborado con aquella redada de todos los judíos que vivían en Francia. Se dice que murieron seis millones de judíos, pero si fueran menos no cambiaría para nada el odioso rostro de tan salvaje violencia.
De ninguna manera justifico la violencia que sigue estallando entre judíos y palestinos que tanto deploramos, simplemente estoy hablando de otras páginas de la historia absolutamente documentadas. Los hornos crematorios existen y los he visitado después de la Liberación, las salas disfrazadas de duchas también quedaron como testimonio de tantas personas, hombres, mujeres, niños, discapacitados, ancianos envenenados en interminables e intolerables minutos con el gas Ziclón B. Los revisionistas tienen muy mala fe.