Le estamos dando cantidades enormes al sector financiero, pero recibimos poco o nada a cambio.

Hace cuatro años, Chris Christie, el gobernador de Nueva Jersey, canceló abruptamente el proyecto de infraestructura más grande y, podría mantenerse que, más importante de Estados Unidos, un nuevo túnel para ferrocarril urgentemente necesario, bajo el río Hudson. Se me puede contar entre quienes responsabilizan a sus ambiciones presidenciales y creen que estaba tratando de congraciarse con el gobierno y la base republicana que odia al transporte público.

Si bien se cancelaba un túnel, no obstante, otro estaba a punto de terminarse cuando Spread Networks terminó de perforar las montañas Allegheny en Pensilvania. Sin embargo, el objetivo de este túnel no era permitir el transporte de pasajeros, ni siquiera el de carga; era para un cable de fibra óptica que reduciría tres milisegundos –tres mil milésimas de segundo– el tiempo de comunicación entre los mercados de futuros en Chicago y las bolsas de valores en Nueva York. Y el hecho de que este túnel se construyera y no así el del ferrocarril dice mucho sobre qué está mal en Estados Unidos hoy.

¿A quién le importan tres milisegundos? La respuesta es: a quienes llevan a cabo negociaciones de alta frecuencia, que ganan dinero comprando o vendiendo acciones a una fraccioncita de segundo más rápido que otros jugadores. No es de sorprender que Michael Lewis empiece su nuevo libro, de gran éxito, Flash Boys –una polémica en contra de la negociación de la alta frecuencia– con la historia del túnel de Spread Networks. Sin embargo, la verdadera moraleja del cuento del túnel es independiente de la polémica de Lewis.

Reflexionemos al respecto. Pueden creer o no la descripción que hace Lewis de los tipos de la alta frecuencia como los villanos y ver a quienes tratan de obstaculizarlos como héroes. (En mi opinión, no hay buenos en esta historia.) De cualquier forma, gastar cientos de millones de dólares para ahorrar tres milisegundos parece un derroche enorme. Y eso es parte de un panorama mucho más amplio, en el cual la sociedad dedica una parte cada vez mayor de sus recursos para el trapicheo y las transacciones financieras, mientras que recibe poco o nada a cambio.

¿Hablamos de un derroche de cuánto? Un ensayo de Thomas Philippon de la Universidad de Nueva York lo establece en varios cientos de miles de millones de dólares al año.

Philippon empieza con la observación familiar de que las finanzas han crecido con mucha mayor rapidez que la economía en su conjunto. Específicamente, la parte del producto interno bruto que corresponde a los banqueros, comerciantes y así sucesivamente, casi se duplicó desde 1980, cuando empezamos a desmantelar el sistema de regulación financiero creado como respuesta a la Gran Depresión.

¿Qué estamos recibiendo a cambio de todo ese dinero? No mucho, hasta donde cualquiera puede notar. Philippon muestra que el sector financiero ha crecido con mayor rapidez que el flujo de ahorros que canaliza o los activos que administra.

A los defensores de las finanzas modernas les gusta argumentar que hacen un gran servicio a la economía al distribuir el capital en sus usos más productivos, pero es difícil sostener ese argumento después de una década en la que el máximo logro de Wall Street implicó canalizar cientos de miles de millones de dólares a los préstamos hipotecarios de alto riesgo.

Los amigos de Wall Street también solían decir que la proliferación de complejos instrumentos financieros reducía el riesgo e incrementaba la estabilidad del sistema, así es que las crisis financieras eran algo del pasado. No, pero bueno.

Sin embargo, si nuestro gigantesco sector financiero no hace que estemos más seguros y seamos más productivos, ¿qué está haciendo? Una respuesta es que están tomando por imbéciles a los pequeños inversionistas, causando que derrochen sumas enormes en un esfuerzo vano por batir al mercado. No me crean: eso fue lo que declaró en el 2008 el presidente de la Asociación Estadounidense de Finanzas. Otra respuesta es a que mucho dinero va a parar a actividades especulativas que son rentables privadamente, pero improductivas socialmente.

Se puede objetar que no puede ser correcto, que la mano invisible del mercado asegura que coincidan los rendimientos privados con los sociales. No obstante, los economistas han sabido de tiempo atrás que cuando se trata de la especulación, esa proposición, simplemente, es falsa. Allá en 1815, el barón de Rothschild hizo su agosto porque se enteró del resultado de la Batalla de Waterloo unas horas antes que todos los demás; es difícil ver cómo ese conocimiento hizo que Gran Bretaña en su conjunto fuera más rica. Es todavía más difícil ver cómo una ventaja de tres milisegundos que aporta el túnel de Spread Networks hace más rico al moderno Estados Unidos; no obstante, esa ventaja claramente valió la pena para los especuladores.

En resumen, le estamos dando sumas enormes al sector financiero mientras recibimos poco o nada –quizá hasta menos que nada– a cambio. Philippon fija el derroche en 2% del PIB. No obstante, hasta esa cantidad, yo argumentaría, subestima el verdadero costo de nuestro inflado sector financiero. Dado que existe una clara correlación entre el ascenso de las finanzas modernas y el retorno de Estados Unidos a los niveles de desigualdad de la Edad de Oro.

Así es que no importa el debate sobre cuál es el daño exacto que provoca la negociación de alta frecuencia. Es todo el sector financiero, no solo esa parte, el que está minando a nuestra economía y a nuestra sociedad.

A los defensores de las finanzas modernas les gusta argumentar que hacen un gran servicio a la economía al distribuir el capital en sus usos más productivos, pero es difícil sostener ese argumento después de una década en la que el máximo logro de Wall Street implicó canalizar cientos de miles de millones de dólares a los préstamos hipotecarios de alto riesgo.

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