La escena empieza en el costado de un camino, de noche. Un hombre ayuda a una chica rubia a librarse de unos tipos de mala traza y reconoce que es la hija de un respetado juez de la localidad. La mujer está agradecida. Van al bar Mack’s, un local para negros, donde ella no es bienvenida. Charlan entrecortadamente. Pronto él la manda a casa en un taxi. Esta es la acción de un relato en el que sucede poco, en apariencia, pero sugiere muchísimo. Al final se confirma que el rescatador es un hombre amulatado. Y entonces el lector se estremece frente al horror de una sociedad marcada por la exclusión racial, la violencia soterrada, el odio.

Sombra en la noche es uno de los últimos trabajos que publicó el novelista norteamericano Dashiell Hammett, en 1933. Por esta pieza literaria, es decir, por una obra artística –como si habláramos de una caricatura–, el escritor apareció en la lista de los sospechosos que deslegitimaban a la autoridad y que estimulaban la convulsión social. Tal despropósito solo podía ocurrir en tiempos del fanatismo representado por Joseph McCarthy, quien en 1953 interrogó a Hammett acusándolo de estar propiciando la avanzada comunista en los Estados Unidos. En este, como en otros casos, la tarea del perseguidor fue patética.

Leer la transcripción del proceso al cual fue sometido Hammett es comprobar que la estulticia de quienes se creen eternamente poderosos no tiene límites morales ni vergüenza intelectual. McCarthy se mostró falsamente preocupado por el despilfarro de fondos estatales para comprar libros con el objetivo de promover a los autores norteamericanos en las bibliotecas públicas, pues para él era condenable que el Estado difundiera a gente considerada peligrosa y subversiva. Una de las posibles pruebas era el cuento Sombra en la noche, de cuatro páginas, que habría servido a la causa revolucionaria. El superintendente de la caza de brujas mostraba su enanez mental.

Las intervenciones de McCarthy no reflejan la solidez del abogado que indaga para determinar la verdad, sino la estupidez del inquisidor a quien no le importa caer en el absurdo con tal de complacer a su superior. Años antes, Hammett ya había pasado cinco meses en prisión por negarse a una delación y por desacato a la autoridad. Ahora McCarthy quiere forzarlo a confesar que no solo escribe relatos policiales, sino ‘sociales’ que pueden provocar revueltas. Hammett dice: “Es imposible escribir nada sin tomar partido de algún modo en los temas sociales”. Los libros del autor de Cosecha roja y El halcón maltés fueron retirados de las bibliotecas promovidas por el gobierno.

Esta demencial actuación del perseguidor está en un libro atribuido a Dashiell Hammett (Interrogatorios, Madrid, Errata naturae, 2011). McCarthy finaliza la indagación poniéndolo en una situación hipotética: le pregunta a Hammett si él compraría obras de escritores comunistas si estuviera a cargo de un programa para combatir el comunismo. El novelista responde: “Si estuviera combatiendo el comunismo, no creo que dejara que la gente leyese libro alguno”. Leer quita las vendas. Por eso los persecutorios evitan los libros porque tienen pavor de que les revelen sus propios trastornos.