La polémica teórica entre libre comercio y el proteccionismo es ancestral. Nadie reinventa la rueda ahí, salvo el presidente del Ecuador. Ese sí me salió con algo sorprendente. Pone siempre de ejemplo la historia de los Estados Unidos, porque se caracterizó por su marcado ostracismo comercial desde su fundación hasta la década del treinta.

Y me sorprende por una razón: que él hoy defienda lo que entonces era el emblema de la corrupción política y del privilegio corporativo. Pasé algunos años estudiando la historia de la política comercial americana, para mi tesis doctoral. El proteccionismo fue una cuestión muy polémica desde la fundación de EE. UU. Ya el padre de la Constitución americana, James Madison, defendió la integración comercial de las trece antiguas colonias, precisamente para evitar que estas se aplicaran aranceles entre ellas para favorecer a sus productores locales.

Tiene razón Correa cuando apunta a Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro, como gurú doctrinal del proteccionismo americano, con la denominada “teoría de la industria infante”. Suena lógica la metáfora: proteges temporalmente con aranceles a esos jóvenes emprendedores ante la competencia extranjera hasta que aprendan a caminar solos. Pero ahí olvida mencionar algo el presidente: a la “industria infante” americana le pasó como a esos cuarentones que no se quieren ir de casa de sus padres, y hay que echarlos.

Los industriales dependientes de los aranceles se acostumbraron a monopolizar el mercado local. Y rodaba mucho dinero en Washington para que todo siguiera igual. “El arancel es la madre de todos los monopolios”, rezaba una consigna del Movimiento Progresista, allá por fines del siglo XIX. Algo que entonces la izquierda estadounidense tenía claro era que el proteccionismo, pese a todos los artilugios retóricos en su defensa, resultaba del maridaje entre empresarios y el gobierno.

De hecho, el proteccionismo americano murió por el peso de sus nefastas consecuencias, no por haber cumplido sus promesas. Cuando explota la Gran Depresión con el colapso financiero de 1929, los lobbies corporativos presionaron para la aprobación de la Ley Smoot-Hawley de 1930. Esta blindó comercialmente a EE. UU. con los aranceles más altos de su historia. Llovió sobre mojado. El resto del mundo respondió elevando barreras a los productos americanos, iniciando una década de “guerra económica” que se saldó con un conflicto planetario.

El presidente, aupado quizá en lecturas equivocadas, confunde correlación con causalidad. Sí, hubo proteccionismo. Pero el espectacular desarrollo americano se dio a pesar de este, no gracias a él. Por un lado, la ausencia de barreras comerciales entre los estados permitió a sus productores y comerciantes vender en un extenso mercado de dimensión continental. De hecho, la federación americana es conocida a efectos prácticos como la primera unión aduanera del mundo. Por otra parte, los emprendedores ahí gozaban del mayor grado de libertad empresarial del mundo.

Pero la historia se repite, y muchas veces con la venia de empresarios que sufren del Síndrome de Peter Pan. Se niegan a crecer, quieren que se los siga tratando como infantes. Y estos siempre tendrán elaborados pretextos para justificarse: que la competitividad, que los puestos de trabajo, que los chinos, que consume lo nuestro, etc. Mientras, los demás nos vemos obligados a vivir eternamente en el Reino del Nunca Jamás.