“Recordar siempre que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. Es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser el otro”.
El texto corresponde al décimo principio del decálogo propuesto por el periodista argentino Tomás Eloy Martínez para ser mejor en el oficio: es un acto de servicio; comprender al otro, ser el otro.
Es un principio aplicable a todas las actividades humanas, incluso a la del profesor universitario. Lo apliqué en un conflicto interno generado cuando Micaela, la mayor de mis hijas, me hizo el telúrico anuncio: “Quiero estudiar periodismo, y quiero hacerlo en la universidad en la que tú trabajas”. Entonces ese reto por comprender “la otredad” me sobrevino como un escalofrío que me recorrió el espinazo en un doble conflicto existencial.
¿Qué es lo que pretendo, qué espero y aspiro como padre, sobre la esperanza en el futuro universitario de nuestros hijos o hijas? Y vi en esa expectativa la misma que los 14 mil padres de familia ponían en sus hijos y en nosotros, los que seremos sus profesores y guías durante aquella desconocida e incierta experiencia universitaria.
La respuesta no es complicada ni esquiva: esperamos lo mejor. Y en mi doble conflicto existencial de padre y docente universitario, me cuestionaba si durante todos esos años fui capaz de dar respuesta a la expectativa paternal sobre la formación de los bachilleres ecuatorianos en su paso por la universidad pública.
Cuando abrí la carta de la alumna que se animó a compartir voluntariamente su opinión sobre el reciente proceso de acreditación y categorización de las universidades que nos ubicó en el piso B, mis inseguridades existencialistas se pusieron a tambalear nuevamente con esos cuestionamientos. En la carta, la estudiante justifica las razones para no estar dispuesta a salir a la marcha institucional convocada por las autoridades de su casa superior de estudios y evidenciar la inconformidad con la recategorización.
“Una marcha puede ser por causas justas, pero me temo que esto es por egos. De manera que me siento confundida, pues esperaría un ejercicio de autocrítica en el interior de la universidad. Me han preguntado si saldría a marchar, y sí, lo haría de tratarse de una medida para pedir a mis docentes más investigación, más dedicación al impartir la cátedra, marcharía en protesta conmigo por no haber trabajado lo suficiente, por no haber exigido lo suficiente”.
“No me siento capaz de decirles a otras generaciones que lo que he aprendido es consecuencia de la excelencia académica. Aunque sea duro para nosotros graduarnos en una universidad con categoría B, pienso en los que vienen atrás. Tengo muchas gratitudes con la U., pero a pesar de ello no saldría a marchar por egos”.
No es una posición individual. Lo constaté. Y por eso también adopto mi posición: no marchar, sino buscar desde mi trinchera docente la excelencia, eliminar los parámetros que aportaron a la decisión del Ceaaces, especializarme, investigar, ser mejor entendiendo el doble conflicto existencial: aquel desde la posición del profesor, pero también desde la expectativa de todos quienes creen en la educación superior como la única que puede darles la verdadera herencia a esos hijos, a esa patria.
A escuchar más a los estudiantes y menos a nuestros egos. A entender al otro; a ser el otro.