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“A esa hora en que el cielo se pone de color anaranjado son tantas las historias que uno se cuenta, tantos los puertos y los barcos que zarpan silenciosos al amanecer…”. Con estas palabras empieza una de las tantas obras maestras del escritor ecuatoriano Javier Vásconez: Un extraño en el puerto es un cuento esencial del mundo literario de Vásconez, “una síntesis de mi narrativa”, en palabras del propio escritor. Apareció ya en la antología de cuentos homónima (1998) y, luego de vivir varias reediciones –como en aquella antología celeste y blanca, con las niñas, el cristal y la lluvia, a cargo de la editorial madrileña veintisieteletras (2009)–, ha regresado a Europa, esta vez acompañada de las inquietantes y sofisticadas ilustraciones del artista ecuatoriano Hernán Cueva.

Pasearse bajo la lluvia de las historias de Vásconez se convierte con el tiempo en una cuestión de amor, como nos sucede con todo aquello que hace de la vida un lugar más intenso y bello. Transitar al ritmo de la prosa de Un extraño en el puerto es sumirse en la certeza de que los sueños y la imaginación no son un valor agregado a la vida, son la vida y la crean. Es vivir la posibilidad del mar, generosamente amplio, puerta el mundo, a bordo de esos puentes movedizos que son los barcos, objetos de una belleza magnífica. Se despiertan los habitantes de la ciudad andina y presienten la libertad ganada a fuerza de imaginación (porque en Quito, como todos saben, no hay puerto, ya ni siquiera hipódromo), intuyen el olor de los vientos marinos y el color de un cielo barrido. Al correr las cortinas aterrizan en la misma palidez gris, indolente del cielo quiteño que hipócrita brilla azul al mediodía. Y al fondo, el volcán. Una ciudad existe porque sus habitantes, o sus visitantes, la vemos, y existe porque la imaginamos.

 

 

Dijo Vásconez este miércoles en Madrid, brillante durante la presentación del libro: “La literatura es una alianza y un tenso diálogo entre el pasado y el mundo contemporáneo, entre lo posible y la relación con lo real. Los escritores contamos los hechos no como fueron, sino como debieron haber ocurrido. Vemos lo que está en el umbral de la imaginación y del sueño […] Y este cuento, que proviene directamente de un sueño, exigió muchas cosas de mí. Escribirlo fue un ejercicio de exorcismo y, de algún modo, me ayudó a conjurar mi sensación de claustrofobia ante la ciudad”.

Nadie ha imaginado y ha observado a Quito como Javier Vásconez, el mejor prosista ecuatoriano de la actualidad. Que en Ecuador haya recibido pocos o ningún premio es sintomático de antiguas enfermedades nacionales. Pero hay quienes lo leen, lo admiran, siguen su incansable búsqueda. Javier Vásconez es el hombre de la mirada: observa el mundo a través de una sensibilidad tan intensa como desorbitada. Por eso no es sorprendente que se haya preocupado de hacer de sus libros, también como objetos, obras de arte, propiciando encuentros con aquellos artistas que sabrían dialogar, desde las formas y los colores, las luces y las sombras, con su mundo literario.

Lo recuerdo hace diez años en el Pobre Diablo presentando la miniatura deliciosa que es el relato Thecla Teresina con las mariposas de Manuela Ribadeneira. Un homenaje a Nabokov, al libro como objeto artístico, a la pasión y dedicación con la que se deben escribir cuentos. En el 2011 la original editorial Doble Rostro presentó el clásico cuento de Vásconez, Angelote, amor mío, ilustrado con las geniales, extravagantes imágenes de Ana Fernández, prólogo de Luis Antonio de Villena y traducción al inglés de Wilfrido Corral.

Y ahora Javier Vásconez ha atravesado nuevamente el mar para presentar otra vez un libro tan hermoso para leer como para observar. Invitado de honor del Centro de Arte Moderno en la calle Galileo de Madrid –librería, galería, editorial (Del Centro Editores)–, el escritor ecuatoriano presentó este miércoles su obra en España, en una edición de lujo con las ilustraciones de Hernán Cueva y el manuscrito facsimilar del cuento. Cien ejemplares firmados, numerados, un hermoso objeto de colección.

Así que el escritor con el que compartimos nuestra ciudad natal, al que conocí ya de niña (porque tuve la suerte de encontrarme con un ejemplar de El hombre de la mirada oblicua en la biblioteca de casa) se encuentra estos días en Madrid, sufriendo de insomnio en mi mismo huso horario y recorriendo esas calles, solitario como siempre, quizá paseando bajo la espesa lluvia otoñal, observando el baile desordenado y colorido de las hojas bajo los infinitos matices plomizos del cielo, desgarrado entre el sol y la tormenta. “¿Sientes la fuerza del viento? –me preguntó hoy un amigo–, es como si acarreara la pesadez del invierno, que ya llega para quedarse. Es hora de guarecerse con un libro”. Así que una vez en casa bajé del librero mi Estación de lluvia (Javier Vásconez, 2009) y empecé a releerlo mientras espero pacientemente, con una taza de té y una copa de brandy, la llegada de un extraño en el puerto.