Se decía años atrás que un bravucón que llegó a diputado era tan afanoso con su jefe, el anterior dueño del país, que cuando este le ordenada insultar a alguien, él le pegaba, cuando le ordenaba pegar, él iba directamente a las armas y cuando no recibía ninguna orden, insultaba, pegaba y amenazaba con armas, porque seguramente era lo que el jefe esperaba de él. Ahora, los tiempos han cambiado, hay un nuevo dueño del país, los bravucones son hasta cierto punto innecesarios, pero ahí está algún (en este caso alguna) juez para interpretar sus deseos no expresados. No hace falta esperar órdenes si la justicia está al servicio del gran propietario. Nada mejor que adelantarse, interpretar los deseos y actuar ágilmente. Si después viene la contraorden –provocada por el cálculo, no por principios– no hay problema, simplemente se cambia de parecer y se expide una resolución contraria a la inicial.

Lo acabamos de ver cuando una jueza interpretó la voluntad del jefe máximo y prohibió la circulación del libro Una tragedia ocultada. El revuelo provocado por la acción de esa señora –que ejecutaba la acción cautelar emitida por el exdefensor del Pueblo, actual defensor del Estado– hizo saltar las alarmas en las alturas. Rápidamente se difundió una declaración que parecía hecha por cualquiera de los trasnochados que valoran la oprobiosa democracia liberal y que defienden absurdos como la libertad de expresión y la independencia de poderes. Como si fuera posible borrar todas las frases repetidas hasta el cansancio en las sabatinas, el comunicado presidencial cuestionaba la actuación de la jueza y reivindicaba los principios que condena cuando son sostenidos desde fuera de sus filas.

De tres maneras se puede explicar la actuación del exdefensor del Pueblo y de la jueza. La primera es por un celo revolucionario, por la defensa del Proceso (así con mayúscula), porque ya se sabe que a la revolución se la defiende en su totalidad o se está al otro lado. La segunda es la voluntad de complacer al poder, de hacer buena letra y así ganarse la confianza. La tercera es la simple permanencia en el cargo que, como se sabe, depende de los estados de ánimo que predominen por aquellas alturas. Puede ser que se haya producido una combinación de todas ellas, que al fin y al cabo son razones puramente prácticas. Cualquier otra explicación exigiría cierto grado de razonamiento y mucho tino, de manera que queda descartada.

En realidad, en esa actuación no hubo razonamiento ni tino. Imposible que estén presentes esas cualidades si la justificación era la fotografía de una niña en la invitación (sí, en la invitación, no en el libro) y si lo hacen cuando ya se estaba olvidando lo de la metida de mano en la justicia pero se está tratando lo del Yasuní. Torpeza multiplicada, además, por las veces que en sus narices se difunde la imagen de una niña que cumplirá tres añitos (así con ese diminutivo despectivo), en una cadena estrictamente política.