Dicen que la denuncia de Edward Snowden sobre el espionaje mundial de Estados Unidos ha puesto nuevamente de moda a George Orwell y a su novela 1984. La imagen de una sociedad sometida a una vigilancia panóptica equivale a la del totalitarismo logrado. Sin embargo, el espionaje a tiempo completo no es el único recurso para dominar un país. El verdadero instrumento es lo que Orwell llamaba la “neolengua”, una profunda modificación de la estructura del lenguaje y de la lengua para obtener completo control sobre el pensamiento de los ciudadanos a través de la palabra. Siguiendo la trama de la novela de Orwell y los diálogos de los personajes, se supone que cuando la “neolengua” se haya perfeccionado, la vigilancia panóptica será innecesaria.
Según el apéndice explicativo que Orwell escribe al final de la novela, la “neolengua” sirve para expresar las ideas de los miembros del partido del gobierno liderado por el Gran Hermano, y para impedir la producción de cualquier otra forma de pensamiento. No se trata de reprimir otras ideas, sino de modificar la gramática y reducir el vocabulario de la lengua, para que resulte imposible pensar de otra manera que como los partidarios del líder. El diccionario de la “neolengua” es el único en el que cada nueva edición disminuye el número de vocablos contenidos: con menos palabras, se piensa menos y se obedece mejor. El propósito es suprimir la semántica, lograr que los mensajes solo tengan una interpretación y no haya lugar a otras. Además, se trata de producir una asociación automática entre palabra, interpretación y reacción, que se vuelven indistinguibles.
En el imaginario país de Oceanía descrito por Orwell, existe un solo partido político: el del gobierno. La vida política ha desaparecido o copa toda la existencia cotidiana de los ciudadanos, según como se lo vea. En ese régimen y con el auxilio de la “neolengua”, palabras como “justicia, moral, democracia, debate, ciencia y religión”, no tienen ningún sentido, han desaparecido del diccionario y los más jóvenes jamás han escuchado pronunciarlas. Incluso ha desaparecido la palabra “terrorismo”, y el único crimen que excepcionalmente existe es el “crimental”, es decir el crimen mental: pensar de un modo diferente al “bienpensar”, que consiste en “disparar las opiniones correctas tan automáticamente como una ametralladora las balas”, según Orwell. Los “crimentalistas” son detectados de manera rápida y sometidos a un doloroso proceso reeducativo para que lleguen a “bienpensar” y amar al Gran Hermano, antes de ser “desaparecidos”.
Si bien el espionaje norteamericano es repudiable, no debemos limitarnos a pensar que la vigilancia visual, cibernética y panóptica es el único recurso de cualquier régimen imperialista o totalitario. Es en el manejo y manipulación del lenguaje y, por tanto, del pensamiento, donde realmente se juega en última instancia el destino de cualquier democracia. La propaganda, la televisión y el recurso de la imagen sirven para emitir mensajes que con la repetición se vuelven verdaderos, y también para sostener el amor por el líder. Pero todos ellos son instrumentos imaginarios. Es más bien a nivel de lo simbólico o de su eliminación, mediante la distorsión del lenguaje y el control del pensamiento, donde se pelea la batalla política más sutil y definitiva.