Hace dos años nos convocó a consulta para meter la mano. Ahora anuncia consulta para lavarse las manos. La apelación a la opinión popular puede servir para todo. La intención actual es preguntar sobre un derecho, como si los derechos dependieran de la voluntad (siempre cambiante) del electorado. No se busca obtener un resultado acerca de una política pública o de una medida gubernamental. Lo que se pretende con la anunciada consulta sobre el matrimonio de personas del mismo sexo es someter a decisión plebiscitaria el derecho de una minoría para vivir en igualdad de condiciones que la mayoría. En el fondo, lo que está en juego es la inclusión plena versus la continuación de la exclusión de una minoría en la sociedad.

Muchas personas, que constituyen la mayoría, rechazan tajantemente la posibilidad de ese tipo de enlace entre personas. Apelan a sus creencias religiosas o simplemente a sus prejuicios. Entre estas últimas está, según lo sabemos por confesión propia, el líder que quiere convocar a la consulta. En un ejercicio de sinceridad ha dicho que no quiere imponer sus prejuicios, pero de hecho lo está haciendo desde el momento en que no se despoja de estos y no lleva el debate al único plano posible que es el de los derechos. Ni las creencias religiosas ni los prejuicios pueden crear un campo de debate. El tema debe ser sacado de esos ámbitos y llevado al plano general del Estado de derecho y, en términos más concretos, a las condiciones jurídicas para la materialización de la igualdad y la libertad.

La igualdad y la libertad de quienes prefieren a personas de su mismo sexo se ven disminuidas cuando no pueden disfrutar de las mismas condiciones jurídicas que tienen las personas heterosexuales. Eso es lo que sucede cuando se les niega la posibilidad de casarse, como lo hace la garantista Constitución. Es verdad que esta permite la unión de hecho, pero hay varios derechos que están asociados al matrimonio y que solamente se hacen efectivos con su consumación. Ahí están los relativos a herencia, el acceso a pensiones de jubilación e incluso la adopción o la maternidad asistida que, aunque a muchas personas se les erice la piel, deben ser derechos universales. La legislación actual niega ese carácter universal y los convierte en privilegios de una parte de la sociedad.

Es verdad, hay que reiterarlo, que esa parte es mayoritaria. Pero por eso mismo ese es un elemento adicional para sostener que es absurdo ir a una consulta. Hasta el momento se han impuesto las creencias y los prejuicios. Una consulta popular no haría otra cosa que reproducirlos y darle al resultado un empaque de legitimidad. Pero, sobre todo, en el tema de fondo inauguraríamos la peregrina y gravísima idea de plebiscitar los derechos. Sería como consultar a un electorado exclusivamente masculino sobre el voto de la mujer, o sobre los derechos civiles de los negros a la racista sociedad norteamericana de los años sesenta del siglo pasado. Mujeres y afros estarían todavía esperando.