El sol intensifica el calor dentro de la vivienda de Rosa Bravo, de 44 años, en Puerto El Mono, zona rural del cantón El Empalme, en Guayas. Esta madre de dos hijos está convencida de que el plástico del que están hechas las paredes de su casa, un área de algo más de 4 m², la hace sudar a chorros cuando cocina.

Rosa prefiere pasar la mayor parte del tiempo fuera de ese espacio que llama hogar y que se levanta sobre una colina con ocho cañas enterradas en la tierra que sostienen una plancha de zinc. En el interior yacen apiladas sus pertenencias: un colchón de dos plazas en el que duerme con su esposo y sus dos hijos bajo un toldo, una cocineta, cuatro sillas plásticas empolvadas una encima de otra, ollas, platos, cestas con ropa y un cordel del que cuelgan prendas descoloridas.

Es lo que ha podido adquirir laborando como jornalera con su esposo, Miguel Rodríguez. Cada uno recibe $ 10 al día, por lo que logran reunir $ 400 al mes (el ingreso por persona de este hogar es de $ 100). A veces riegan urea, otras veces siembran maíz, plátano: “Lo que sea trabajando al machete, luego hago el almuerzo para mis cachorritos y si me toca, vuelvo y pico a trabajar”, dice Rosa.

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Sus dos hijos, de 9 y 7 años, no han ido a la escuela en el último año, tiempo en el que migraron de Esmeraldas, donde al jornalero le pagan $ 8 al día: “Queremos hacernos una casa de caña”, dice Rosa, quien el martes se disponía a almorzar lo que quedó del desayuno: arroz con atún. Luego fue a las plantaciones para ganar más dinero. Cuenta que cuando hay más ingresos logran comer raspado de verde con sardinas. (I)