El taller de Juan Avelino Gómez está bajo el cielo y a orillas del río de Samborondón. Es ahí donde construyen y reparan canoas de guachapelí. Él trabaja con su compadre, el maestro Rafael Martínez, y su hijo Juan José Avelino.

Todo empezó cuando Avelino, hoy de 68 años, era un niño de 12 que acudía con frecuencia al taller de Samuel Jerónimo Rodríguez, maestro titulado en carpintería naval. A los 15 años ya era oficial del taller, pero no ganaba un solo centavo porque estaba aprendiendo el oficio.

“Todo el día clava que clava y mi maestro recién a los seis meses me regaló un sucre. Ahora, viene un muchacho, clava unos cuatro clavitos y quiere que le pague enseguida”, expresa.

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En ese antiguo taller se construían canoas para Samborondón, Salitre, Babahoyo, Vinces y otros poblados. La demanda era grande porque en esos años no había carreteras y la transportación era fluvial. El trabajo era totalmente manual. La madera llegaba rolliza, no cortada en aserríos como ahora. Se laboraba con serruchos, hachas y gurbiones. Con el maestro Rodríguez aprendió esa legendaria rama de la carpintería y, cuando se independizó, le juró que ejercería el oficio por siempre.

Su taller huele a río y madera. Al aire libre y bajo añosos árboles, de lunes a sábado, trabajan estos carpinteros navales de hacha y martillo, de ñeque y sabiduría criolla. Ese sábado con tiras de hojalata, pabilo y brea reparan una canoa montubia.

Juan Avelino es locuaz y vital; su compadre Rafael –quien aprendió el oficio con el mismo maestro– y su hijo son poco comunicativos. “Como decimos nosotros: reconstruimos y paramos canoas”, expresa.

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Las naves son de guachapelí, madera que resiste al agua pero que ahora es escasa. Construyen canoas de 6 a 18 varas. Las más pequeñas, de 6 a 8 varas, las construyen en 12 días a un valor de $ 450 a $ 800. En las grandes, de 15 a 18 varas, emplean 30 días y cuestan entre $ 1.500 y $ 2.000. Las pequeñas, según Avelino, son como un carrito porque las familias las emplean para movilizarse de orilla a orilla, bogando con una palanca o remo. En cambio, las más grandes son para llevar carga y pasajeros, impulsadas a motor.

“Si usted me encarga una canoa, hacemos negocio, me deja el 40 o el 50% y nosotros ya tenemos para comenzar la obra”, explica Avelino mientras vigila cómo la brea se derrite dentro de tarros expuestos al fuego.

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Asegura que en Samborondón hay excelentes maestros navales, como los Rodríguez Soriano; que sus clientes son de su pueblo y también llegan de La Victoria, El Rosario, Barranca y otros recintos.

Ese sábado, a orillas del río, cuando la brea está lista, los tres reparan una canoa de guachapelí. “Así es cómo yo trabajo”, dice Avelino bajo el cielo montubio de Samborondón.

Si usted hace un trabajo bueno, ese cliente le manda a otro y así sucesivamente. Pero si usted hace un trabajo chabacano ya perdió a ese cliente. Nosotros lo que buscamos en honrar nuestro trabajo”. Juan Avelino, carpintero naval