Calles en reconstrucción, tuberías a medio instalar, intenso tráfico, polvo. Son parte del ambiente en la intersección de las calles Panamá e Imbabura, por las tareas de regeneración urbana. En medio de este panorama, más de un peatón percibe un aroma penetrante, suave e inconfundible: el del café.

Sin necesidad de un letrero o vistosas vitrinas, Luis Lamilla, de 58 años, ha sabido atraer a la clientela a su pequeño local de venta de café molido y chocolate. Antes de volverse cafetero, Lamilla llegó a la ciudad desde su natal Palestina (Guayas). Fue en 1972, tenía 17 años. Halló trabajo en un local ubicado en Imbabura y Panamá, en uno de los comercios que en esa época vendían cacao. “Cuando mi jefe se emborrachaba yo me ponía a calificar el cacao y ahí aprendí del negocio”, dice Lamilla.

Él es padre de tres hijas, se empapó de todos los temas concernientes a la compra y venta de cacao. Tiempo después, con dinero ahorrado, consiguió alquilar un pequeño espacio que funcionaba como restaurante, en 100.000 sucres, que quedaba a la vuelta de su trabajo. Así empezó con negocio propio.

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Recuerda que en su primer día como comerciante autónomo apenas logró vender dos libras de café. También ofertaba cacao y compartía sus oraciones. Es cristiano evangélico. Su perseverancia hizo que prosperara su negocio, tanto que costeó la construcción de su casa en el norte de la ciudad y el pago de los estudios de sus hijos.

La calle Panamá se ha convertido en su segundo hogar. Así lo siente Lamilla, quien hace eco del dicho: “al que madruga Dios lo ayuda”. Inicia su jornada a las 07:30. Termina a las 18:00 no sin antes agradecer a Dios las ganancias del día.

“Antes era más bonito porque había más oportunidad de trabajo en esta misma zona, y era gente más sencilla, no había ladrones. Estos salones que ahora hay molestan incluso con el ruido por eso ya no hay tanta gente viviendo”, explica.

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Cuando la regeneración urbana llegó a la zona, hace unos diez años, dice, los camiones que transportaban el cacao ya no tuvieron acceso lo que fue mermando de a poco el movimiento comercial cacaotero.

Donde él trabaja también habían otros vendedores de cafe. Recuerda que antes habían importadoras y negocios cacaoteros. Solo espera que el Municipio le notifique si debe o no cerrar su local, en vista de que la casa se convertirá próximamente en el Museo del Cacao.

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Lamilla no está solo durante su jornada laboral. Su amigo Flavio Ortiz, un esmeraldeño que también llegó a Guayaquil en busca de mejores días, lo acompaña desde hace dos años y hace las veces de vendedor.

Ortiz, conocido por sus amigos como el Capitán, también se va a poner un negocio de venta de café molido. Ya guarda sus implementos que llevará a su nuevo destino, uno que define como incierto.

En medio de las calles resbalosas, por la llovizna que cayó esa tarde del jueves, un hombre elegante baja de su auto para comprar dos libras de café. “Yo le compro desde hace dos años. Hace diez tengo la costumbre de hacerlo acá”, dice Máximo Roque, el comprador que antes también vendió café. Él espera que el Capitán le despache las bolsas de café.

Otra de sus clientes, que halló el local no por dirección sino por el olor al café, fue Glenda Valverde. Va de manera regular para comprar dos libras.

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Lamilla, sentado en una silla afuera de su local conversa con el Capitán y rememora las anécdotas, tal vez pronto cierre sus puertas para reubicarse en otro sitio. Lo seguro es que con ellos, el aroma a café también se irá de la calle Panamá.

 

Textual: Cafetero
Luis Lamilla
vendedor de café molido

“La casa donde está el local va a ser regenerada como patrimonio. Aún no me han dicho cuando debo salir o cerrar mi local de venta”.