Por Paula Tagle, desde Nepal

Media hora antes de aterrizar en Nepal, me despertó mi vecina de avión, tomando fotos apoderada de mi ventana. Cuando finalmente pude asomarme, pegué un brinco de la emoción. Eran los Himalayas. No podía creérmelo, un viejo sueño de geóloga hecho realidad.

Me sentí como si coronara el Everest en ese instante, o algún flanco de las ocho montañas de más de 8.000 metros con que cuenta Nepal. ¡Había tocado el techo del mundo!

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Sin embargo, una vez en tierra, esa ilusión se diluiría inmediatamente en una turbulencia de carros, motos, gente, olores intensos, gritos, colores. Estaba en Katmandú, capital del país más pobre del sureste asiático, con una densidad poblacional de 30.000 personas por kilómetro cuadrado.

Durante el trayecto hacia el “hotel” me mantuve absorta y aturdida. Había descendido desde las montañas más altas y jóvenes del mundo, la misma sutura entre dos placas tectónicas, al mayor caos urbano imaginable. Cruzaba los dedos porque el taxi me llevara lejos, a un espacio verde, sin los enredados cables de electricidad que como arañas gigantes engullen edificios, casas y templos.

Patios interiores típicos de arquitectura Newar en valle de Katmandú

Ante mi cara de terror, mi amiga me reconfortó diciendo: “Vamos a Patán; es una ciudad más tranquila”.

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El taxi de pronto se detuvo en medio de una calle de tres metros de ancho, poblada de edificios torcidos (¿sería por el terrible terremoto del 2015?), ante una pequeña puerta de rejas y vidrios rotos. “Llegamos”, escuché.

Ingresé por un corredor oscuro invadido por los tentáculos de cables hacia el patio plagado de ratas voladoras (”palomas” les dicen), alrededor del cual se elevaban edificios de no más de 80 metros cuadrados de área, de hasta 6 pisos, muy bajitos (porque los nepalíes son pequeños). El olor a curri agredió mis sentidos. Iba a alojarme allí, cuando minutos antes me había sentido elevada al Annapurna o al Makalu.

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Edificios y cableado eléctrico.

Mis amigos eligieron una casa de hospedaje para apoyar emprendimientos locales. Y me parece maravilloso. He viajado con todos los presupuestos, pero esta fue una inmersión inesperada y abrupta en un hábitat sobrepoblado con patrones culturales a casi 180 grados de mi longitud de confort.

Salimos a conocer la plaza real de Patán (plaza Durbar), una joya de la arquitectura newar.

Mujeres en Plaza Durbar.

Los newar, asentados en el valle de Katmandú, son una de las más de 125 etnias de este diverso país. Su arquitectura se caracteriza por construcciones de ladrillo de varios pisos, con ventanas de madera tallada muy elaboradas y calles compactas. Sus pagodas de numerosos techos influenciarían desde hace varios siglos la arquitectura de China y Japón.

Caminamos entre estupas, santuarios abiertos, fuentes de agua hundidas (como piscinas) y palacios. Es uno de los siete patrimonios de la humanidad con que cuenta Nepal; sin embargo, no se siente como museo: vibra con gente realizando ceremonias en los templos, vendedores ambulantes, sadhus (ascetas que han renunciado a lo mundano), monos (Macaca mulatta) y siempre cubiertos por los omnipresentes cables de luz.

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El 81,3 % de los habitantes son hinduistas; los budistas constituyen el 9 %; los musulmanes, el 4,4 %. Las diferencias entre hinduistas y budistas han sido mínimas en Nepal debido a la mezcla cultural e histórica de ambas creencias; comparten templos y adoran deidades comunes.

Visitamos la plaza real de Katmandú, y me apliqué escuchando al guía sobre la simbología hinduista. Que, si frente al templo está Nandi, el toro, se venera a Shiva; o si es una ratita (Bandicut), se trata de su hijo, el dios mitad elefante, Ganesh.

Plaza de los hippies en Katmandú.

Mientras yo intentaba abstraerme de las ratas reales, la calidez y hospitalidad de la gente me sorprendían. Hacían el intento de comunicarse, en cualquier idioma, sonriendo amablemente. A pesar del caos, me sentía segura (¡excepto por las motos y los cables!). Nepal no tiene acceso al mar. Con un historial de desastres naturales, es básicamente un país agrícola (aproximadamente 40 % del PIB), escasa industria, alta corrupción gubernamental, extrema polución en las ciudades. Y es de las comunidades más nobles y dulces con que me he topado.

El planeta es un lugar injusto y yo soy demasiado afortunada.

Volamos, en la tristemente célebre aerolínea Yeti, hacia Lumbini, donde naciera el mismísimo Siddhartha Gautama en el 566 antes de nuestra era. Esto es parte de la gran llanura aluvial de Terai, cuenca de los ríos Ganges e Indo.

El paisaje y clima me recuerdan a Daule, campos infinitos de arroz. Porque la población se alimenta básicamente de eso, y de lentejas (en un plato llamado dal-bhat).

Templo de Mayadevi (Lumbini).

Lumbini, importante sitio de peregrinación, luce abandonado e inconcluso. Cuenta con templos construidos por organizaciones budistas de distintos países siguiendo sus particulares estilos arquitectónicos, como un “Epcot Center” del budismo.

En la parte sagrada, una piedra marca el lugar mismo donde naciera Shakyamuni Buddha del costado derecho de su madre, la reina Maya. Aquí se ha construido un templo (mayadevi) que protege excavaciones arqueológicas del siglo III.

Junto a un árbol de Bodhi (Ficus religiosa) nos unimos a un grupo de monjes recitando mantras. Era la hora de la mágica luz, y aparece una manada de macacos Rhesus.

Pudo haber sido un momento de espiritualidad. Pero ¿dónde estaban los fondos fiduciarios internacionales asignados para cuidar este parque? Recorrer cien kilómetros en carro bien puede llevar cinco horas por las condiciones de las vías. La infraestructura es exigua.

Un pueblo se confunde con el siguiente, gente en su día a día, templos, edificios, porque la tendencia, incluso en el campo, es construir edificios de más de cuatro pisos, delgados, endebles, en barrancos y cerros, ajenos a deslaves y terremotos.

Explorando el Parque Nacional Chitwan.

Seguimos al Parque Nacional de Chitwan, una antigua reserva que cuenta con rinocerontes indios, tigres de bengala, osos, monos, ciervos y cocodrilos, y más de cuatrocientas especies de aves. Encuentro verde y respiro, aunque la primera inmersión fuera una caminata de 20 kilómetros en la selva con la única protección de un guía armado de bastón, quien nos proporcionó las recomendaciones del caso: “Si ven un oso, hagan un círculo y háblenle; si es un rinoceronte, suban al árbol o corran en zigzag mientras se despojan de ropa; si es un tigre, mírenlo fijamente a los ojos”. Yo recuerdo a Mowgli, que con el fuego combatiera a Shere Khan en El libro de las tierras vírgenes. ¡Pero he olvidado traer encendedor!

Nos transportamos a Pokhara, con sus lagos e increíbles vistas de los Himalayas. Me impresionan las terrazas de cultivo de arroz, a 2.000 metros sobre el nivel del mar, y sé que continúan a mayores alturas. Pero ese mundo, menos poblado, aislado por la irregularidad de su topografía, me sería ajeno en este viaje. Gracias a Bután, lograría luego acercarme a la cultura de los himalayos. Será parte de otra nota.

Tashi Palkhel, pueblo de refugiados tibetanos cerca de Pokhara.

En el avión de regreso a Dubái, la mayoría de los pasajeros eran jóvenes nepalíes. Millones de personas en edad productiva emigran a la India, el Golfo y el Este asiático en busca de mejor vida, y constituyen el segundo o tercer rubro en la economía de este país. Muchos son presa de compañías esclavistas que confiscan sus pasaportes y los hacen trabajar en pésimas condiciones con bajos salarios. Sus réditos se invierten en construcción y en economía de subsistencia; poco en pequeña industria o nuevas inversiones.

El sueño de los jóvenes es salir de Nepal, y se adivina en las múltiples ofertas para estudiar o vivir en el extranjero que encontramos en cada ciudad. Yo volé con ellos, con la misma esperanza de mejores tiempos para un país hermoso y diverso.