Y no es un pájaro cualquiera. Es uno –y único- que supo hacer filigranas con el balón en una cancha de césped (al principio fue en una de sarteneja molida), que llenó de alegría a la gente, que arrancó alaridos de euforia cuando se montaba en una imaginaria bicicleta y dejaba la esférica reposando en las redes de los arcos rivales.

No usaba alas para volar. Arrancaba con la velocidad de un tornado con sus piernas diminutas, zigzagueando en la cancha, engañando adversarios con su cinturita de goma y posándose en el área para colarse, luego, en la zona chica y aparecer solo ante el arquero mientras dejaba a los defensas con el hacha al hombro. El telón cerraba con un gol que edificaba victorias y hacía nacer la idolatría de las masas hacia su blusa amarilla de seda, abrochada con botones.

En la llegada de Barcelona al corazón popular hubo una pequeña tropa de dirigentes, técnico y jugadores, pero cuando de dimensionar contribuciones se trata hay que darle el relieve que se merece a Enrique Cantos Guerrero, Pajarito para sus compañeros, para millones de fanáticos de ayer y de hoy que no olvidan la historia y que disfrutan de los recuerdos o de las anécdotas que les cuentan sus padres y abuelos acerca de ese pequeñito prócer que hoy está en el bronce al descubrirse su busto en una zona especial del Monumental. En el corazón torero ya tiene, desde hace muchos años, un altar de oro puro.

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Hecho en el fútbol callejero y en el de las ligas de novatos, Cantos compensaba su pequeña talla y su fragilidad con una astucia incomparable. Ya en el club Panamá había mostrado su habilidad siendo el goleador de juveniles. En 1943 los panamitos lo llevaron a una gira a Colombia y el público caleño sacó a Pajarito en hombros luego de una victoria ante Boca Juniors de esa ciudad, en la que Cantos deslumbró con su ingenio.

En una ocasión, en la Biblioteca Municipal, mientras revisábamos Diario EL UNIVERSO de aquel año, Enrique me contó: “Para mí fue fundamental lo que me enseñó don Ramón Unamuno, pero lo importante fue mi intuición y mi deseo de aprender viendo. En esto no puedo olvidarme del Sudamericano de 1947, que fue mi primera selección. Yo vi a Norberto Tucho Méndez, a José Manuel Moreno, a René Pontoni. ¡Cómo no iba a aprender!”.

Pajarito Cantos puso en práctica una jugada que él patentó en nuestro medio y que provocaba el más grande entusiasmo que se haya visto en un estadio nacional: la bicicleta. Fue viendo que aprendió a hacerla. En otra de mis largas charlas de más de treinta años, Enrique me contó: “En noviembre de 1947 llegó Deportivo Cali, que traía como técnico al gran exjugador uruguayo Roberto Scarone. De repente, entró a jugar por uno de sus pupilos y allí hizo la bicicleta. Me fijé bien, la practiqué y la entrené en un Clásico, el 21 de septiembre de 1948. La jugada terminó en gol”.

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La bicicleta no era como la de hoy, que es una tijereta continuada como las de Denilson, Ronaldinho o Rivaldo. Lanzado por el sector derecho Cantos, perseguido por un contrario, simulaba que iba a parar el balón, pero solo pasaba sobre este su botín diestro. Engañado por esa trampa de ilusionista, el marcador se detenía, quedaba desairado y Cantos seguía lanzado a velocidad. Todo en fracciones de segundos. El público quedaba en paroxismo de emoción y prorrumpía en aplausos.

Una realidad mostrada en el juego antes de que el exfutbolista y hoy notable escritor Jorge Valdano la definiera: “Los amagues son mentiras contadas con todo el cuerpo. Precisión es un secreto que el pie le cuenta a la pelota. Atrevimiento es rebelarse contra la seriedad cuando se juega”. Todo esto se condensaba en las jugadas del inolvidable Pajarito Cantos.

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¿Cuántos cientos de miles de niños y jóvenes adoptaron la pasión oro y grana gracias a Enrique Cantos antes de que algún insensato inventara que la idolatría nace por la camisa semiabierta, las joyas en el pecho, o las gafas de algún dirigente, y que otro más bobo se lo creyera? El gran escritor español Manuel Vázquez Montalbán, ya fallecido, dice en su libro Fútbol, una religión en busca de Dios que “De los jugadores de excepción depende la adicción futbolística de cada uno de nosotros y de las masas. Nadie se ha hecho aficionado a causa del prestigio de un entrenador o de un presidente de club”.

Cantos integró una de las delanteras más famosas de la historia de nuestro fútbol. Aquella que la prensa de ese tiempo, que no regalaba, peor vendía, elogios, bautizó como El Quinteto de Oro. Por la derecha estaba José Jiménez, surgido en las inmediaciones del Cerro Santa Ana. Era un deportista nato. Jugaba básquet y nadaba aparte de cantar boleros. Veloz, dominador eximio del balón, se entendía a la perfección con Pajarito. Después llegó del Reed Club Jorge Mocho Rodríguez, el hombre del mejor freno en la historia. Formó con Cantos un ala derecha memorable. En el centro del ataque el futbolista que puso el hierro, el cemento y los bloques de la idolatría: Sigifredo Chuchuca. Su temeridad en el área, la ausencia de miedo ante alevosos defensas lo convirtieron en una leyenda que dura hasta hoy.

“Cholo, mezcla de mangle y picardía”, lo definió Ricardo Chacón. En las 18 yardas era un jugador de gatillo fácil. Contagiaba a sus compañeros esa fortaleza anímica que era el detonante de la popularidad. El director de orquesta, con una batuta de ensueño, fue José Pelusa Vargas, un número 10 de verdad, no falsificado. Y por la zurda el arte puro, de orfebrería, con un botín similar al pincel de Leonardo Da Vinci: el milagreño Guido Andrade.

Enrique Cantos vistió la divisa de Guayas y la nacional. En 1949, durante el Sudamericano. Luego de una de esas jugadas ocurrentes, un periodista carioca lo bautizó como Ratón Sabido. En 1957 en el Sudamericano de Lima hizo una gran pareja con Jorge Pibe Larraz. Este se fue a España y le consiguió un contrato. Antes el técnico catalán José Planas también lo quiso llevar a la península.

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Lo buscaron muchas veces América de Cali, Deportivo Cali y Sporting de Barranquilla en la era de El Dorado. Siempre dijo que no. Quería mucho a su Barcelona y a Guayaquil, donde formó su hogar con doña Nancy León. Se marchó hace un poco más de veinte años. Hoy vuelve. Cambió su envoltura terrenal por el bronce que lo ha instalado en la gloria eterna. (O)

De los jugadores de excepción depende la adicción futbolística de cada uno de nosotros y de las masas. Nadie se ha hecho aficionado a causa del prestigio de un DT o de un presidente de club”.