Alguien ha hecho la cuenta: entre el tiro libre de Neymar, que limpió las telarañas, y el gol agónico de Sergi Roberto transcurrieron 549 segundos. Cuando Neymar iba a cobrar, el partido contra PSG estaba 3-1 y nadie pensaba ya en algo más que en mejorar el resultado. 549 segundos después, el Barça ganaba 6-1, completando una remontada sin precedentes en la historia y el estadio estaba en éxtasis. Ninguno de los que acudieron podrá compararlo con nada. Fue, en versión mejorada, como aquel milagro del Manchester United ante el Bayern, con dos goles en el descuento de una final de la Champions de 1999, curiosamente también en el Camp Nou.

Recuerdo una entrevista de Woody Allen en el dominical de L’Equipe. Decía que le gustaban el cine y el teatro, porque eran capaces de transportarlo, de meterlo de lleno en el argumento. Pero que el deporte tenía algo que jamás podrían conseguir ni el cine ni el teatro: la capacidad para cambiar bruscamente el curso de los acontecimientos, de retorcer el guion, de provocar un vuelco completo al argumento.

Cuando eso pasa, el efecto resulta realmente mágico. Y ese es, sí, el principal valor del deporte como espectáculo, y en especial del fútbol, que es el más imprevisible de todos. De eso disfrutaron 80.000 asistentes al Camp Nou. Un privilegio.

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Hay que honrar a Neymar como protagonista estelar. Él provocó la tormenta y luego reinó en ella. Dio nueva vida con su tiro libre, transformó un penalti de altísimo voltaje (obsequio de Aytekin, atrapado por el ambiente) y le puso a Sergi Roberto en la punta de la bota el gol final. No me quiero olvidar de Ter Stegen, que se fue arriba con todo, ayudando a agitar el trance, y en el campo contrario porfió como un medio centro de quite y robó ese último balón del que luego, tras regate y pausa, hizo tan buen uso Neymar. Todo un vendaval de ilusión y de pasiones, que hacen de ese lapso de 549 segundos algo único en la historia del Camp Nou. (O)