Hace justo un año, el Real Madrid estaba hecho polvo. Florentino Pérez había tenido en verano una ocurrencia que nadie entendió, echar a Carlo Ancelotti, al que consideraba consentidor con los jugadores, y contratar a Rafa Benítez, que se suponía que ‘les metería en cintura’. Pero el equipo no gustó, a Benítez se le vio inseguro y se comió un 0-4 ante el Barça.

Encima, en la Copa del Rey ocurrió una peripecia ridícula: el Madrid fue eliminado por el Cádiz por alineación indebida de Denís Cheryshev. Al arrancar el 2016, el Madrid iba tercero, a cuatro puntos del Atlético y a dos del Barça, que tenía un partido aplazado y acababa de ganar el Mundial de Clubes. Un desastre. Tras un intento insensato de repescar a Mourinho (enmascarado en una encuesta tramposilla), Florentino miró hacia dentro y tiró de Zinedine Zidane, que tras ser auxiliar de Ancelotti en la primera temporada de este, estaba entrenando al Castilla. Mano de santo.

Zidane aflojó todas las tensiones. La plantilla se sintió liberada de la agobiante lluvia de instrucciones de Benítez, la afición aflojó su enfado y dio el beneficio de la duda al nuevo entrenador y este, flemático en sus comparecencias y prudente en sus decisiones, fue enderezando las cosas. Dio con la clave cuando metió a Casemiro de mediocentro, corrigiendo un desarreglo que se hacía crónico.

Publicidad

En el 2016 Zidane ganó la Champions, Supercopa y Mundial de Clubes. La Liga pasada la acabó a un solo punto del Barça, y en esta le saca tres, con un partido menos. Maneja los egos, mantiene a los jugadores aislados del presidente, manda un mensaje sensato y espanta el dramatismo. De 53 partidos ha ganado 40, empatado 11 y perdido 2. La idea de que un entrenador con el que los jugadores estén cómodos no vale solo nace en mentes atrapadas por una pulsión autoritaria estéril.

No consiste en dar voces ni en pesar el jamón de York del desayuno, sino en mandar desde ese tipo de convicción que nace del conocimiento y el sentido de la justicia. (O)