El sistema soviético de preparación deportiva contemplaba tres rubros que debían considerarse como garantía del éxito: el técnico, el táctico y el moral-volitivo. Los entrenadores ponían un enorme énfasis en el último rubro por considerar que un atleta de grandes condiciones, eficientemente preparado técnica y tácticamente, se abocaba al fracaso si no fortalecía, al mismo tiempo, su voluntad de vencer, su confianza en sus facultades para llegar a la meta, su coraje para superar las dificultades que se presentaban en la competencia. Y, además, tomar conciencia de la responsabilidad que asumía cuando vestía una divisa, ya sea la del club, la de su ciudad, de su región o la del país.

En los viejos tiempos no existía la preparación moral-volitiva que exige el concurso de diplomados en trabajo social, psicología y ética grupal e individual. En aquel entonces el deportista nacía con un elemento subconsciente que se llamaba popularmente ‘garra’. Si eso no venía en los genes, el entorno (dirigentes, entrenadores, compañeros) inducía al crack en formación a tomar en cuenta que en el equipo solo tenían un lugar los que ponían alma, corazón y vida en la defensa de los colores.

También se hablaba en aquellos tiempos del ‘amor a la camiseta’, un concepto moral que hoy provoca comentarios hilarantes en Rodolfo el Reno. “Qué vienen a hablar del amor a la camiseta. Ahora hay que hablar de billetes. Lo único que vale en el fútbol son los billetes. Lo demás es cuento”, me informan que ha dicho a propósito de unas declaraciones de Fausto Montalván, el legendario capitán del grupo que forjó la idolatría de Barcelona.

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No sé si lo ha descalificado a Fausto como ya lo hizo antes con Alberto Spencer, Álex Aguinaga, Jorge Bolaños, Vicente Lecaro, Luciano Macías y otros cracks. Pero el respeto que merece ese monumento a la clase y el coraje que es el gran capitán de la era victoriosa en que Barcelona se convirtió en ídolo de Guayaquil y luego del país, hace necesario que retrocedamos algunos años.

Montalván llegó de Vinces, a inicios de la década del cuarenta, para estudiar en el Colegio Nacional Vicente Rocafuerte (para los verdaderos vicentinos siempre se llamará así) y pronto se ganó un puesto en el combinado colegial. En ese tiempo ingresó a la Escuela de Cadetes del Panamá Sporting Club, donde se encontró con una brillante generación en la que estaban Jorge y Enrique Cantos, José Pelusa Vargas, Galo Papa Chola Solís, Manuel Valle, Luis Ordóñez, Luis Casabona, Nelson Lara, Jaime Carbo, Héctor Ricaurte, Segundo Machuca y muchos otros pichones de estrellas.

Esa generación empezó a alternar en la primera división cuando Panamá era el mejor equipo del país. Ubicado inicialmente como alero derecho, Montalván fue invitado por sus parientes, Federico y Jorge Muñoz Medina, a reforzar a Barcelona en un partido amistoso, en Milagro. Su actuación hizo que Jorge Muñoz le ofreciera unirse al club canario, al que pasó en 1945 para jugar de volante. Fue el puesto que le permitió mostrar mejor sus cualidades: corría toda la cancha, marcaba y apoyaba, y era el auxilio de todos sus compañeros. Era un ‘volante mixto’, dirían los sabios modernos.

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A fines de 1946 los Muñoz Medina pidieron a Montalván que se acercara a los jóvenes futbolistas panamitos y los tentara a pasar a Barcelona. El conflicto que estos mantenían con el club, y el ascendiente que siempre tuvo Fausto con sus excompañeros, hizo que se produjera la llegada de los Cantos y compañía a formar filas en el equipo oro y grana. Ese fue el comienzo de la idolatría. En 1947 Barcelona empezó a abandonar su condición de cuadro modesto, para iniciar su camino al amor popular. Ya estaban también dos de los forjadores de la época dorada del club: Sigifredo Agapito Chuchuca, llegado de la provincia de El Oro, y Guido Andrade, milagreño, que había jugado en Macará de Ambato mientras estudiaba en la Escuela de Agricultura de la capital tungurahuense.

Cuando se trató de elegir al capitán los jugadores del ya promisorio Barcelona no dudaron: todos los votos fueron para Fausto Montalván Triviño, el vinceño glorioso. Él y sus compañeros llevaron al equipo del Astillero a la idolatría. Barcelona tenía jugadores de clase, pero lo que enamoró al público era su coraje indomable, el poco respeto que generaban los pergaminos rivales. Cada día, cada partido Barcelona se adentraba en el alma popular cuando ganaba encuentros que parecían perdidos. Cuando derrotó al Millonarios de Bogotá de Alfredo Di Stéfano, Néstor Rossi y Adolfo Pedernera, el 31 de agosto de 1949, este Diario bautizó al equipo torero, el día siguiente, como “el derribador de gigantes”.

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En una de las tantas charlas que he tenido con Montalván –el incombustible ‘joven’ de 93 años que todavía juega ecuavoley en el Club Nacional y es el ‘volador’ del trío– me contaba que en el camerino él daba el discurso antes de salir al campo y remachaba en aquello de la vergüenza deportiva y el amor a la divisa. Todos juraban dejar hasta el último gramo de su esfuerzo en la cancha.

¿Cuánto ganaban? Le pregunté alguna vez. “Casi nada. Unos 300 sucres mensuales y 50 por partido ganado, más un seco de chivo y una cola”. Imagínense los barceloneses de hoy: $ 20 mensuales y $ 2,50 de premio. En esos tiempos no había primas por empatar o por salir a la cancha.

Con la autoridad que le da el haber conducido el proceso que hizo ídolo a Barcelona, Montalván dijo a Radio City el pasado miércoles: “En Barcelona andan perdidos jugadores y dirigentes. No hay una organización y en la cancha no hay un líder. Los jugadores están equivocados, piensan más en el dinero y en la elegancia y no hay responsabilidad”. En el equipo torero de los años de la forja idolátrica sobraban los líderes: Montalván, Jorge Cantos, Juan Zambo Benítez, Carlos Pibe Sánchez, Heráclides Marín.

Luego llegaron otros de la misma casta que hicieron que Barcelona sea respetado en todas las canchas del país: Luciano Macías, el capitán de mil batallas, Vicente Lecaro, Chalo Salcedo, Alfonso Quijano y al menos dos docenas más. Los nacionales y los extranjeros que llegaban captaban el mensaje de la afición: ¡En Barcelona se juega con temperamento aguerrido y coraje. El que no sienta la camiseta que se vaya!

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¿Cuántos de los jugadores de hoy quedarían en el equipo si se respetara ese mandato? Creo que sobrarían los dedos de una mano para contarlos. (O)

A fines de 1946 los Muñoz Medina pidieron a Montalván que se acercara a los jóvenes futbolistas panamitos y los tentara a pasar a Barcelona.