JORGE BARRAZA

—“Vamos, que este tío se la cuenta...

—Que sí te digo, así como lo ves hacía goles en alguna parte de Sudamérica.

Publicidad

—Pues a mí me da que no ha pateao un balón en su vida...”

¿Cura?... ¿Goleador...? Huuummm... Los muchachitos de un instituto secundario de San Sebastián, alumnos de Juan Manuel Bazurko, no terminaban de creer la leyenda de sus goles en Ecuador. Y menos con un pasado de sacerdote católico. Ellos no lo imaginaban sino como su adusto profesor de filosofía, hombre parco y reacio a hablar de sí mismo. “Es que en España la suya es una historia absolutamente desconocida, nadie la sabe. Yo me enteré al llegar a la Argentina”, confiesa Borja de Matías, periodista deportivo español, comentarista de DirecTV radicado hace un año en Buenos Aires.

Pero sí, el Bazurko titular de la cátedra de filosofía es el mismo que era titular en el Barcelona guayaquileño cuando le ganaron al Estudiantes de La Plata célebre, y que era titular de la diócesis de San Camilo, en Quevedo, Ecuador. Daba misa los domingos por la mañana y metía taponazos por la tarde.

Publicidad

El fútbol es una fábrica de historias deliciosas, un inagotable manantial de aventuras humanas. Bazurko era sacerdote, tenía 26 años y no imaginaba que protagonizaría la gran anécdota de su vida. “Como parte de las misiones diocesanas fui destinado a Ecuador”, cuenta hoy, a los 69 años, retirado de todo. “Por despuntar el gusto comencé a jugar en la parroquia, en San Camilo. Hacía goles, sí. Muchos, pero al principio me dejaban chutar por ser el cura, hasta que se dieron cuenta de que seguía haciendo goles también cuando me marcaban”.

Claro que la pelota no era nueva para él, había militado en las divisiones menores de la Real Sociedad, aunque la fe católica tiró más fuerte y se quedó con él. Pero los goles del vasquito comenzaron a trascender en Quevedo y alguien de Liga de Portoviejo lo fue a ver jugar. Gustó; lo convencieron de probar en primera división.

Publicidad

“Vosotros veréis si os intereso, pero que sepáis que yo estoy a otra vida”. Pidió permiso a la Iglesia y recibió el gesto aprobatorio. Y se mezcló con los profesionales. También allí siguió sacudiendo redes. Ya estaba para los récords de Guinness: el cura de San Camilo se ponía oficialmente la camiseta blanca y verde del ídolo de Manabí.

Habría más. Se tornaron frecuentes sus goles en el campeonato nacional de 1970 y a comienzos de 1971 se agregó un capítulo cinematográfico. El campeón, Barcelona, buscaba refuerzos de cara a su participación en la Libertadores. “Queríamos armar un equipo lindo para la Copa, pero no teníamos un centavo”, recuerda Galo Roggiero, por entonces presidente del club amarillo.

“Trajimos a Spencer con puras promesas; me acuerdo que le pagábamos tras los partidos. Íbamos a la boletería a ver qué se había recaudado, separábamos la plata para Alberto y así le cumplíamos. Estaba ese Bazurko, que hacía goles en Liga (P) y decían que era sacerdote. ¿Cómo podríamos contactarlo?, pregunté. Y un muchacho, el Pardo Palacios, que era una ardilla y conocía a todo el mundo, respondió: ‘Yo se lo ubico’. Al otro día me lo trajo en persona. Vino con sotana y todo. Así acordamos su incorporación a Barcelona, con Bazurko vestido de cura”.

Al principio costó convencerlo a Bazurko, más que nada porque no se lo creía. “Me habían ido a buscar y me sorprendió, de hecho pensaba que era de cachondeo”, dice. Y empezó una rutina que lo obligó a residir temporalmente en Guayaquil. El que no estaba contento era el técnico brasileño Otto Vieira. “Pedí un delantero centro, no un cura”, masculló. Y no lo ponía.

Publicidad

Los inicios lo desencantaron. “Veía que no jugaba e incluso les dije que me iba, que tenía otras obligaciones. Me pidieron que no me fuera. Lo cierto es que no me acostumbraba a eso de entrenar mañana y tarde, aunque la gente cada vez me conocía más. Ya sabes, los típicos chistes del cura, del padrecito... Me lo tomaba muy bien”. El equipo no terminaba de engranar y justo llega el clásico con Emelec para determinar quién avanzaba a la segunda fase de la Libertadores. Ahí tuvo su chance. Ganó Barcelona 3-0 con un gol del padrecito, como lo llamaban. “A partir de ahí no volví a salir del equipo”, dice.

Luego sobrevendría la hazaña. El poderoso Estudiantes de Zubeldía y la Bruja Verón, tricampeón vigente, buscaba su cuarta corona consecutiva. Enfrentaba en su estadio de La Plata, donde marchaba invicto internacionalmente, al Barcelona del por entonces modesto fútbol ecuatoriano. No obstante, el club de Guayaquil lucía en sus filas al ya veterano pero siempre grandioso Spencer, máximo artillero de la historia de la Copa. Bazurko revive una vez más el gol que ha tenido que contar miles de veces. Siempre con sencillez, economizando palabras y adjetivos.

“Fuimos como víctimas y nos pusimos a defender todos, hasta Spencer y yo. Ellos atacaban hasta con los defensas y a veces quedaban grandes espacios para contragolpear. Iban creo que 27 minutos del segundo tiempo; saca largo el portero nuestro, la toca Spencer de cabeza y me quedo solo con el Bambi Flores, que era el arquero. El Bambi me hace señas invitándome a que le pateara hacia un lado y tuve la sangre fría de tirarla hacia el otro”.

En la voz de Ecuador Martínez y Arístides Castro, radio Atalaya fue una de las emisoras que narró para el país amazónico la epopeya de aquel 29 de abril de 1971. Estudiantes atacó con furia hasta el final, pero no pudo torcer el resultado: 0-1 para Barcelona. Durante cuatro décadas fue la máxima alegría futbolística experimentada por el Ecuador. Cientos de miles de personas salieron a las calles a celebrar y se amanecieron tocando cornetas. Al regreso se dio a los jugadores recibimiento de héroes y Bazurko tocó el cielo. “Me convertí en ídolo por ese gol”, dice.

De paso, esto refleja en cierto modo cómo era el fútbol hace 40 o 45 años. Un cura que domingueaba con la pelota en la parroquia, sin fútbol profesional en sus piernas ni en su cerebro, se mezcló con los de Primera y le metió aquel legendario gol al Estudiantes célebre que fungía como tricampeón de América.

Disputó unos partidos más en Barcelona y se volvió a Manabí. Siguió dándole en la Liga de Portoviejo, siempre por gusto, nunca por plata. Hasta que un día se volvió a España y desapareció. Por muchos años nadie supo más de él. En 1996 lograron ubicarlo para invitarlo al festejo por los 25 años de la “Hazaña de La Plata” y también allí, cuando levantó el teléfono en su casa de San Sebastián, pensó que era de cachondeo. Pero no. Sus viejos compañeros lo estaban esperando en la pista del aeropuerto Simón Bolívar. Y la gente, siempre tan consecuente con quienes le dieron gloria, no se había olvidado ni un poquito de él.

Los hinchas sudamericanos se preguntarán qué fue de aquel curita que metió ese gol de leyenda, ¿habrá hecho carrera en la iglesia?, ¿habrá llegado al Vaticano...? Nada de eso. Volvió al País Vasco y poco después dejó los hábitos (“Vi cosas que no me gustaron. El manejo de la Iglesia, cómo se hacían las cosas... Historias que no vale la pena recordar”). Se casó, tuvo dos hijos y se dedicó a la docencia hasta jubilarse.

Aún gusta de acercarse a la rambla y mirar el mar, la vista perdida en el más allá, donde fue el inesperado muchachito de una gesta que nunca soñó.