Opinión internacional |

EE.UU.
El hombre que se convirtió de Jorge Mario Bergoglio en el papa Francisco se enfrentará a una larga lista de retos, al parecer cada uno más intimidante que el anterior. Está la necesidad inmediata de reformar la burocracia del Vaticano, cuyo mal funcionamiento fue una de las causas que sabotearon el papado de su predecesor. Está el problema aun mayor de remover la mancha de los escándalos sexuales de la Iglesia católica en Occidente. Y después viene la tarea de hacer que el cristianismo católico sea vital y atractivo en las culturas donde la Iglesia del papa está considerada ampliamente como arcaica, irrelevante o de plano maligna.

Pero en cierto sentido, todos estos problemas tienen una solución o, al menos, un lugar desde donde tiene que empezar cualquier solución. El pontificado de Francisco será un éxito si empieza por restablecer la credibilidad moral de la jerarquía y el clero católicos. Y será un fracaso si no lo logra.

Los católicos piensan que su Iglesia está constituida de tal modo que puede sobrevivir a los traspiés de sus jerarcas. La misa es la misa aunque el oficiante sea un pecador. Los obispos no necesitan ser santos para preservar las enseñanzas de la fe. En el santoral encontramos a incontables personajes –desde Juana de Arco hasta la recién canonizada Mary MacKillop, una monja australiana que participó en las denuncias de abusos sexuales cometidos por sacerdotes– que en vida sufrieron injusticias de las autoridades eclesiásticas.

Pero una cosa es que los católicos que viven en una cultura predominantemente católica, imbuida de bases e ideales morales comunes, acepten cierta dosis de “haz lo que digo, no lo que hago” por parte de sus sacerdotes y predicadores, y otra, muy diferente, es pedirle a una cultura que no acepta los ideales de la moral católica que respete a una institución cuyos jerarcas parecen vivir fuera de las virtudes que exigen en los demás.

En una cultura así –como la estadounidense–, los abusos sexuales de los sacerdotes y la corrupción en el Vaticano no se consideran meramente como evidencia de que todos los hombres son pecadores. Son vistos como evidencia de que la Iglesia no tiene autoridad para decidir qué es pecado y qué no es; de que la renuncia que predica el catolicismo básicamente se distorsiona y rara vez se cumple; y que el enfoque mundano hacia el sexo (y el dinero y la ambición) es el único enfoque sano que existe.

No debe de confundirse tal mundanidad con ateísmo. Nuestra era sigue siendo religiosa, solo que ya se avino a los apetitos humanos y a todas las formas tan variadas en que se entremezclan. Desde los sermones del pastor evangélico Joel Osteen hasta la epifanía que experimenta la protagonista de la película Eat, Pray, Love (Comer, rezar amar), nuestros oráculos espirituales nos siguen insistiendo en que busquemos lo sobrenatural, lo numinoso, lo divino. Simplemente descartan la idea de que lo divino quiera algo de nosotros más allá de lo que nosotros queramos para nosotros mismos.

La religión sin renuncia tiene un atractivo evidente. Pero no todas sus consecuencias culturales son evidentemente positivas. A falta del ideal de castidad, es menos probable que se quieran formar familias. A falta del ideal de solidaridad, habrá más gente que viva, envejezca y muera sola. El paisaje social que damos por sentado es uno que muchas generaciones anteriores consideraban antiutópico: el sexo y la reproducción se han vuelto mercancías, los adultos disfrutan de su libertad a costa de los intereses de los menores, hay menos niños que crecen con su padre y su madre, y de hecho cada vez nacen menos niños.

Así que hay sombras en nuestra sociedad liberada, dudas que reptan sigilosamente por los bordes, momentos en que los regaños, los moralistas e incluso el papa parecen tener razón. Esto quizá ayude a explicar la extraña y contradictoria postura defensiva con que se recibe el persistente rechazo de la Iglesia Católica a simplemente bendecir todo nuevo desarrollo y llamarlo progreso. (A nadie le importa lo que piense el papa... ¡pero exigimos que piense exactamente como nosotros!)

Esto también explica que la justificada indignación moral con la que la prensa secular ha cubierto los escándalos de la Iglesia suela tener un subtexto de exculpación y alivio. (Ellos se convirtieron en jueces para los demás, pero sus propios “ideales” solo los llevaron a la represión y la perversión. Afirman estar por encima del materialismo, pero obviamente están en esto por la misma razón que todos los demás...)

Para que el catolicismo tenga un futuro en el mundo occidental como algo más que un contrapunto, un Otro y un símbolo del pasado de oscurantismo que afortunadamente dejamos atrás, sus jerarcas necesitan poner un ejemplo que contradiga a esas voces. Primero que nada, para eso se necesita una generación de sacerdotes y obispos que mantengan normas muy elevadas: más elevadas que las de sus predecesores inmediatos y que las del resto del mundo.

Y del papa se requiere más que un nombre evocativo y una postura humilde. El catolicismo necesita a alguien como Pío V, el papa santo del siglo XVI ante cuya tumba oró Francisco al día siguiente de su elevación: un hombre con fuerte sentido de la disciplina cuya labor de limpieza, especialmente en el concilio de Trento, ayudó a hacer frente a la reforma protestante. El Vaticano necesita una depuración desde arriba, para permitir una verdadera renovación desde la base. Y la Iglesia en su conjunto necesita ofrecer y encarnar la prueba de que en Roma, en la parroquia del barrio y en todos los niveles intermedios, se puede vivir la alternativa que predica el catolicismo.

© The New York Times 2013