El pasado lunes fue el Día Mundial del Arquitecto; una fecha prevista para rendirle homenaje a quienes pasan sus vidas tratando de solucionar nuestros problemas, mediante la manipulación y el ordenamiento de los espacios. Es también una valiosa oportunidad para reflexionar sobre las condiciones en las que los arquitectos ejercemos nuestra profesión y sobre los beneficios obtenidos por la comunidad a la que pertenecemos con el producto de nuestro trabajo.

Una verdad innegable es que la arquitectura como profesión se encuentra en una etapa de redefinición. La arquitectura se ha vuelto una profesión de contrastes extremos, y lejos han quedado los días en los que los arquitectos se limitaban a ser emuladores de Le Corbusier, proyectando viviendas, edificaciones o eventos urbanos.

En Guayaquil, las oportunidades que tienen los arquitectos de ejercer como proyectistas es muy baja. Menos del 10% de los arquitectos que residen en nuestra ciudad trabajan en el campo del diseño arquitectónico. La gran mayoría de los graduados de arquitectura terminan trabajando de manera directa en el mundo de la construcción; ocupando puestos de supervisión, o mandos medios de residencia de obra, o dedicándose a la venta de materiales de acabados para la construcción. Aquellos que logran desarrollarse como planificadores urbanos terminan absorbidos por las instituciones públicas; o logran trabajar en el sector privado, bajo la supervisión de la nueva figura relevante en el crecimiento de las grandes ciudades: el promotor inmobiliario.

En resumen, con un diploma de arquitecto, el recién graduado puede convertirse en artista conceptual, diseñador, gestor cultural, sociólogo, urbanista o constructor. Definitivamente, se trata de un espectro de acción muy amplio; y por amplio, resulta difuso.

Afortunadamente, una de las cosas que debe aprender el arquitecto en su formación es la versatilidad; y es esa cualidad la que nos permite adaptarnos y encontrar un medio para trabajar.

Lo irónico es el gran contraste existente entre las pocas oportunidades que da el mercado guayaquileño para ejercer la profesión y los grandes problemas que aún hay por resolver en nuestra comunidad urbana.

Guayaquil no es una ciudad planificada. Dejamos de serlo en la segunda mitad del siglo pasado. Desde entonces hasta nuestros días, Guayaquil ha crecido de manera desordenada, como consecuencia de los asentamientos informales de quienes llegaron en busca de una vida mejor. El 70% de la masa urbana guayaquileña es –o comenzó siendo– un asentamiento informal. Dicho de otra forma, los traficantes de tierras han tenido más relevancia en el crecimiento de nuestra ciudad. Los planificadores urbanos de turno se resignaron a jugar un papel secundario, a formalizar lo informal. De ahí que aún en la actualidad se siga creyendo que el progreso urbano es abastecer de servicios básicos y vías de acceso a los asentamientos informales; lo cual no es así.

El verdadero progreso está mucho más allá del maquillaje urbano de las áreas consolidadas. Es algo que se alcanza, cuando una ciudad crece de manera organizada; cuando está previsto el dimensionamiento de manzanas y su uso de suelo, mucho antes de que exista la necesidad de construirlas.