Leí hace poco, en un blog colombiano, una frase que decía: “Una ciudad sin arte urbano tiene un problema de comunicación tan grande como una ciudad sin señales de tránsito”. Verdad cuestionable solo por aquellos que no aceptan el cantar de los nuevos vientos. Me atrevo incluso a alterar aquella cita y decir que una ciudad sin arte esconde detrás de sí grandes problemas de identidad colectiva y de personalidad urbana.

Imaginemos a una mujer que se maquilla a sí misma en una habitación sin espejos ni objeto alguno que le refleje el rostro. Seguramente, aquella mujer se imaginará guapísima, como producto de sus esfuerzos; cuando en realidad, sus intentos por embellecerse la habrán convertido en un esperpento. Esta es la mejor metáfora para definir a una ciudad sin arte. Dentro de la misma analogía, Guayaquil es una mujer queriendo maquillarse, según lo poco que ve de su rostro, reflejado en una corcholata.

La gestión cultural y la promoción artística de la ciudad son simplemente insuficientes y –salvo muy honrosas y recientes excepciones– esto ocurre tanto en el ámbito privado, como en el sector público.

Y es que lo que nos hace falta son más espacios que sirvan de catapulta para los nuevos artistas. Nuestra ciudad no cuenta con espacios donde los nuevos artistas puedan compartir sus obras con los ciudadanos, como ocurre en la calle Florida, de Buenos Aires, donde músicos, tangueros, actores y pintores pueden promocionar su trabajo artístico sin necesidad de permiso municipal alguno.

Esta falta de espacios para las nuevas generaciones de artistas no es algo solo arquitectónico o urbanístico, también es algo que se da a nivel institucional. El problema radica en la visión caduca con la que se gestionan las artes y la cultura en Guayaquil. Muchos siguen entendiendo al arte como esnobismo y al promotor cultural como a un mecenas, algo tan absurdo como anacrónico. La cultura y el arte deben ser promocionados y difundidos. Los nuevos artistas deberían ser asesorados y asistidos por las instituciones existentes.

Hace poco tuve que ver cómo un grupo de jóvenes músicos, muy cercanos a mí, se acercaron al teatro Centro de Arte de la Sociedad Femenina de Cultura, con el fin de organizar y realizar una presentación en la sala experimental. El concierto fue un éxito. Las entradas se vendieron casi en su totalidad. Esto, muy a pesar de trabas ocurridas, previo al inicio del concierto. Una señora que aseguraba ser vocal del directorio, acompañada por el director del Teatro, comenzaron a exigir requerimientos que estaban fuera del contrato. Se llegó incluso al punto de amenazar a los músicos con la cancelación del concierto, ya con la sala llena. La única persona interesada en encontrar soluciones al asunto fue el jefe de Relaciones Públicas de dicha institución. Es una pena que el nombre de una respetada institución de larga trayectoria local se vea manchado por la mala actitud de ciertos miembros; y que los administradores de este tipo de organizaciones traten despectivamente a quienes inician su carrera artística, en lugar de apoyarla.

Me alegra, sin embargo, saber que cada día aparecen nuevos escenarios en Guayaquil, donde comienzan a presentarse los trabajos de las nuevas generaciones de artistas.