El hambre pasó a segundo plano en la Asamblea de la OEA en Cochabamba. No es que los cancilleres y los dos presidentes se olvidaran de su necesidad biológica, sino que como tema de debate no ocupó el lugar que preveía la convocatoria del encuentro. Reunidos en el país más pobre de América del Sur, prefirieron llenar sus discursos con ataques a los organismos de protección de los derechos humanos y dejar para el documento final una declaración de apuro acerca de los problemas sociales. Seguramente habrán considerado que si la pobreza ha estado ahí tanto tiempo bien puede seguir esperando unos cuantos años más, mientras que la intromisión de los organismos supranacionales debe ser combatida de inmediato.
Es una línea de acción que va tomando cuerpo. Por primera vez en la historia reciente de América Latina hay un grupo de países que no tienen vergüenza en sostener públicamente una posición de esa naturaleza. Hasta hace poco, nadie se atrevía a hacerlo tan frontalmente y en un foro de alcance continental. El ataque a los organismos creados para proteger y garantizar los derechos de las personas era patrimonio de las dictaduras. Todas ellas argumentaban que se trataba de instancias externas que amenazaban la preciada soberanía de sus países y que constituían imposiciones de otras visiones culturales. La diferencia con lo que ocurre ahora no está en el fondo sino en la forma. Las dictaduras no se atrevían a expresarlo en reuniones como la que se realizó en Cochabamba la semana pasada. Lo hacían con métodos ocultos, con declaraciones casi subterráneas y sobre todo con acciones violentas que formaban parte del arsenal propio de la guerra sucia en que eran expertas.
Las dictaduras no podían presentarse abiertamente porque no tenían la legitimidad que se origina en el voto popular. Por el contrario, ahora lo hacen gobiernos que gozan de la legitimidad obtenida en las urnas. Su fortaleza radica precisamente en esa condición, ya que nadie puede negar su origen electoral y el apoyo con el que cuentan muchos de ellos. Sin embargo, frente a situaciones como esta es necesario recordar que la democracia no se agota en la elección de los mandatarios, sino que requiere también que ellos se sujeten irrestrictamente a los límites que están determinados y que respeten la opinión ajena, especialmente la que va en sentido contrario a la suya. Su origen democrático es insuficiente si no está acompañado de estos otros elementos.
Cochabamba marcó un punto de quiebre dentro del camino democrático latinoamericano. Lo que ocurrió en la ciudad boliviana constituye posiblemente el retroceso más grave de los treinta años que lleva este proceso. Es tan grave como los dos golpes de Estado que fueron condenados inmediatamente por todos los países del continente (Perú en 1992 y Honduras en el 2009). La ruptura frontal del orden democrático en esos casos hacía fácil la reprobación por parte del resto. La forma artera e hipócrita de los actuales propicia el engaño, en el que puede caer incluso el secretario del organismo internacional.