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Guayaquil ha crecido –o dicho de manera más precisa, se ha expandido– de manera vertiginosa, en las últimas tres décadas. Ello ha traído como consecuencia una serie de incomodidades que antes nos jactábamos de no tener: congestionamientos de tráfico, interrupciones en el servicio de agua potable, contaminación atmosférica, complicaciones en los sistemas de transporte público, entre otras. Sin embargo, quiero enfocarme hoy en la Bahía, uno de los conflictos urbanos de nuestra ciudad, que por su antigüedad merece ser analizado y reflexionado con una perspectiva nueva.

A través de la historia reciente de nuestra urbe, hemos visto varios y fallidos intentos de recuperar el espacio urbano de la calle Villamil y sus alrededores. En su gran mayoría, estas propuestas se sustentaban en el retiro de los comerciantes informales del sector. Dichos planes de retiro respondían a una urgencia esteticista, y no a la problemática del lugar. Las autoridades de turno quisieron intervenir en la Bahía “para que no se vea fea”, en lugar de analizar la razón por la que se daba tal efervescencia comercial en aquel sitio.

Estoy convencido que la Bahía es una consecuencia del vacío que originó el gradual traslado de las actividades portuarias del Malecón hacia Puerto Nuevo. Aquellos trabajadores y comerciantes que encontraban su sustento en la llegada de los barcos y sus mercancías se vieron paulatinamente forzados a buscar nuevos medios de supervivencia. Algunos optaron entonces por el comercio informal; otros, se formalizaron a través del único soporte comercial que le quedó a este sector: el antiguo Mercado Sur.

Durante los años ochenta, el área de influencia comercial del antiguo Mercado Sur se hipertrofió. Luego, durante los noventa, la gente comenzó a quejarse de la expansión de la Bahía hacia el sector que antes dependía comercialmente del Mercado Sur. La Bahía solamente albergó dentro de su sistema a quienes se quedaron sin ingresos, luego de que se cerrara el Mercado Sur, para incorporarlo al Malecón 2000.

En resumen, el comercio informal de la Bahía es la consecuencia del retiro de las actividades portuarias y del Mercado Sur. Ninguna propuesta del pasado planteó la incorporación en el sitio de alguna actividad económica que remplazara a las que existían antes en el lugar.

Es hora de entender que la Bahía no es un problema, sino un hito de lo que caracteriza a nuestra ciudad y a nuestra cultura: el comercio. Estoy seguro que se puede planificar una intervención urbana en la Bahía que beneficie a los comerciantes y a los demás ciudadanos, convirtiendo a la Bahía en un lugar cómodo, accesible y disfrutable. Los guayaquileños mejoraríamos así uno de nuestros espacios más visitados de la ciudad; y al facilitar su accesibilidad, los comerciantes podrían incrementar sus ventas.

Tenemos entonces que replantearnos el significado del término “espacio público”, y dejar de intervenir en él de manera superficialmente esteticista, para los demás sectores de la ciudad. En ciudades como Nueva York, los permisos de comercio en la vía pública no dependen del impacto estético que cause el comerciante en el sector; sino de que se cumplan con normas de higiene. En Central Park se dan permisos, con la condición que los comerciantes roten de ubicación periódicamente. Definitivamente, algo así puede servir de antecedente para la reincorporación de los espacios públicos a nuestra vida pública.