El regreso al Ecuador del exvicepresidente Alberto Dahik y la eventual conclusión jurídica a su caso mediante una sentencia, previo a un proceso en que goce de las mínimas garantías reconocidas por nuestra Constitución y convenios internacionales, eran eventos llamados a ocurrir una vez que falleciera el líder político que provocó su exilio y su partido perdiera su otrora enorme influencia. Con vientos políticos más favorables el caso Dahik habrá de encauzarse por las vías de las que nunca se debió salir. Y es lo que ha sucedido. En otras palabras, el caso terminará así como comenzó: teniendo a la política –y no necesariamente a la justicia– como su protagonista.

Pero si la solución del caso Dahik por la vía judicial era y es un imperativo, las lecciones que el caso deja a los ecuatorianos es probablemente más importante que la suerte personal que corra el exvicepresidente. Y esto porque la práctica de usar al sistema judicial para perseguir políticamente no ha desaparecido desde que estalló el caso Dahik hace más de quince años. Todo lo contrario. Es una práctica que se ha recrudecido a extremos desconocidos en América Latina, y probablemente en otras regiones del planeta.

Los perseguidos y perseguidores son ahora otros, por supuesto. Las nuevas víctimas de esta enfermiza práctica son ahora líderes de organizaciones sociales y periodistas. Al escribir estas líneas, decenas de ecuatorianos –con lo que ello significa para sus familias– enfrentan cargos criminales de la más variada especie o demandas civiles aberrantes por parte de los nuevos detentadores del poder; de un poder que está muy cerca de ser un poder total. El delito de estos ecuatorianos es simplemente haber expresado en las calles, en los medios de comunicación o en otros espacios sus pensamientos y opiniones.

Es probable que en algunos de estos casos las expresiones y protestas hayan sido duras y hasta exageradas. Pero ni de lejos ello justifica su criminalización, abierta o encubierta. Como bien ha dicho la Corte Suprema de los Estados Unidos, en una democracia la crítica a las autoridades públicas, inclusive usando los términos más reprochables, no es un derecho sino un deber de los ciudadanos.

Así que si los perseguidos y perseguidores tienen hoy nuevos rostros, la razón de este drama es el mismo que el de ayer, cuando el país tenía otro dueño: la intolerancia. Intolerancia del poder –económico o político– frente a la oposición, el escrutinio público y hasta la simple disidencia. Esa ausencia de cultura democrática, ese desenfrenado deseo de suprimir cualquier voz que no sea la voz del poder, sigue hoy tan presente en nuestro país como lo estuvo en los días en que el ex vicepresidente Dahik optó por el exilio.

Al parecer, entonces, los perseguidos de hoy tendrán que esperar que los vientos políticos vuelvan a cambiar –un hecho que es históricamente inevitable– para que entonces recuperen sus derechos. Un péndulo que ciertamente condena al Ecuador a seguir siendo una simple hacienda y no una república.