Juan Pablo, un estudiante de periodismo que hoy es un profesional radicado en Madrid, no atinaba a una respuesta sensata frente al rostro descomplicado de aquella señora dedicada a la promoción de derechos reproductivos, la prevención de embarazos precoces y la lucha contra el sida.

Juan Pablo había iniciado una relación sentimental con la hija de aquella dama que, llegada la primera cita nocturna, entregó a la pareja un condón. El desconcierto de Juan Pablo fue evidente, y aunque sus planes eran otros, la madre de la chica pensaba que en asuntos del corazón, nada más acertado que la prevención.

El desconcierto del joven Juan es sintomático sobre el espacio que le damos en nuestra cotidianidad a los temas de sexualidad, embarazos no deseados y enfermedades de transmisión sexual. Un desconcierto parecido sentí cuando, esta misma semana, un periodista de una cadena nacional de radio dijo que el Gobierno pretende colocar un condón en las loncheras de niños y niñas, en alusión a un tema propuesto por el Presidente en su cadena sabatina.

Según el Plan Nacional de Prevención del Embarazo en la Adolescencia, del Ministerio de Salud Pública, de los 350 mil embarazos previstos para el 2010, (proyecciones basadas en cifras de años anteriores), el 25 por ciento correspondería a mujeres menores a los 19 años; de ellos, el 11 por ciento conforman el grupo “mejor nivel académico”.

La pequeña Micaela está dentro de estas estadísticas. Con sus cortísimos 15 años se estrenó como madre y cambió la vida de una familia que creía que con hablar de sexualidad en la sobremesa y predicar con el ejemplo de las “buenas costumbres”, sería suficiente.

Ingresó a un taller de terapia grupal con catorce adolescentes más de entre 14 y 17 años en su misma situación, solo que ella era la única que no se había casado en aquel intento de “justificar” socialmente –y ante Dios– el paso dado. En el grupo se revelaron realidades crueles: expulsiones de colegios religiosos, maltrato físico y psicológico de parte de padres y parejas, problemas de infidelidad recurrente de sus jóvenes esposos, nuevos embarazos –que no dejaron de ser precoces por su condición de jóvenes “señoras”–.

La pequeña Micaela, mi hija madre a los 15, dejó de lado sus cuentos y muñecas, y a costo de lágrimas, errores, confusiones y renunciamientos compartidos con su madre, aprende simultáneamente a ser madre y a sostener su recién iniciada formación universitaria en la carrera de Ingeniería Ambiental.

Matías, que me convirtió abuelo a los 40, me llena de felicidad como nadie y es el mejor regalo que me ha dado la vida. Pero no todos pensamos ni obramos igual. Sobre todo, la vida debe seguir un curso regular.

Por eso siento la urgencia de padre y periodista de decirle a Juan Pablo –aunque seguramente ya no lo necesita– y al locutor que teme encontrar preservativos en las loncheras escolares, que seamos sensatos y hablemos del asunto sin temores.

Que desde nuestros espacios nos documentemos y dejemos prejuicios. Que el Ecuador, el país con más alto índice de embarazos precoces de la región, entre definitivamente al siglo XXI.

Es nuestra obligación moral.