Con el escenario de violencia urbana desatada en Río de Janeiro en los últimos días, podría argumentarse que los niveles de inseguridad que se viven en otras ciudades de Latinoamérica, en este caso en Río, definitivamente son más graves que aquellos que está experimentando Guayaquil en estos tiempos. En realidad, siempre existirán ciudades más peligrosas que otras, el riesgo es no darnos cuenta que posiblemente vamos en ese camino.

Hay que ser claros en ese sentido, ya que las condiciones están dadas para que el clima de inseguridad se agrave cada día más, sin pizca de paranoia o excusa parecida. Aún más, las causas que explican la arremetida criminal ya han sido ampliamente advertidas y podría agregarse que son comunes en algunas de las grandes urbes latinoamericanas, en las cuales se repiten las condiciones para el auge delincuencial: marginalidad, desempleo, deserción escolar, desarticulación familiar, importación de circuitos criminales, aplicación de legislación penal inadecuada, desaciertos judiciales y para rematar, centros penitenciarios que en su gran mayoría son focos de perversión antes que de rehabilitación. Siendo las causas tan dispersas y complejas, queda siempre la interrogante respecto de las medidas efectivas que debe tomar el Gobierno para hacer frente a la delincuencia, y es la presencia de las Fuerzas Armadas el primer recurso que sugiere el criterio popular en estos casos de desborde criminal.

En otras palabras lo que la gente ansía es mano dura, expectativa que pone curiosamente a los defensores de los derechos humanos con los pelos de punta, ya que sostienen que el pedido de cero tolerancia viene acompañado de dosis innecesaria de represión, con mayor razón cuando un alto porcentaje de los delitos son cometidos por jóvenes. El debate sobre las soluciones tampoco es nuevo, enfrentando tradicionalmente dos corrientes: una que pone especial énfasis en adoptar medidas punitivas de acción inmediata, y otra que sostiene que mientras no se detenga el proceso de deterioro social será virtualmente imposible parar el crecimiento de criminalidad. Mientras la una vía insiste en el aumento de efectivos policiales con endurecimiento de los códigos penales, la otra establece un enfoque netamente preventivo, con un trabajo conjunto del Estado y la comunidad.

¿Cuál es la mejor receta para bajar el nivel delincuencial en Guayaquil?, ¿realmente resulta inútil convocar a las Fuerzas Armadas o endurecer las leyes penales mientras las condiciones de exclusión y marginalidad se mantienen? La interrogante puede prestarse a un apasionante debate que, sin embargo, resulta hipócrita en la medida que siguen muriendo niños de la forma más absurda. Aún reconociendo que un paso fundamental en la lucha contra el crimen es el rescate del deterioro social –esfuerzo que tomará años–, hay que admitir que la comunidad requiere medidas urgentes pues es hora de que quienes vivan con temor sean los delincuentes, no los ciudadanos comunes.