La muerte de monseñor Manuel de Jesús Serrano Abad, primer arzobispo de Cuenca, el 21 de abril de 1971, dejaba una sensación de incertidumbre en la ya reconocida tradición católica azuaya. Cuencano de nacimiento, fue nombrado el 9 de abril de 1957 como primer arzobispo de la recién creada sede metropolitana de Cuenca, por Pío XII.

Serrano Abad murió en el ejercicio de sus obligaciones, y el pueblo católico cuencano se volcó a las calles con el mismo fervor con el que mantenía las tradiciones de la religión católica, como –por ejemplo– sacar las imágenes de todos los templos el martes de la Semana Santa, para pasearlas por las calles “en busca del arrepentimiento”.

Aquel mismo día de la muerte de Manuel de Jesús Serrano Abad, monseñor Ernesto Álvarez Álvarez es nombrado como el segundo arzobispo de la ciudad, y se mantiene nueve años con la misma línea impuesta por su antecesor: una Iglesia conservadora, presta a cumplir estrictamente con los oficios que manda la Santa Sede, cercana a la aristocracia –política y económica– y nada cuestionadora del statu quo.

Pero es el seis de mazo de 1981 cuando Juan Pablo II, al nombrar al tercer obispo de Cuenca, consciente o no, traza una nueva línea. Escoge a Alberto Luna Tobar, quien durante el gobierno de León Febres-Cordero recibiera el mote de “cura rojo”, para ponerlo al frente de la arquidiócesis de Cuenca, el 8 de abril de 1981.

Luna Tobar llega tras dejar varios años como auxiliar del arzobispado de Quito, donde fue muy próximo a la aristocracia capitalina “que gustaba confesarse conmigo”, según contó en una de las varias entrevistas que mantuvimos. Pero el desastre de La Josefina, en abril de 1993, le aproximó a una realidad diferente. Por encargo del presidente Sixto Durán-Ballén dirigió el Consejo de Reconstrucción, ente que recaudó muchos miles de dólares donados desde el exterior, y reasentó a comunidades enteras en nuevos barrios.

Entre las decisiones que polemizaron con la morlaquía conservadora estuvieron la prohibición de sacar las imágenes a las calles –para preservarlas del deterioro– y mostrarse cauto ante las presuntas apariciones de la Virgen del Cajas y los mensajes de la presunta vidente Patricia Talbot, a quien además persuadió de someterse a un Voto de Silencio.

Por decisión de Luna Tobar quedaron prohibidas las celebraciones religiosas en el recién inaugurado Jardín del Cajas; y sus eucaristías bajo los nuevos preceptos del Concilio Vaticano II y su consecuente Teología de la Liberación hacían copar la inmensa Catedral Nueva.

En Cuenca es ya legendaria la pugna que protagonizaron Luna Tobar y el socialcristianismo por el tema de los Derechos Humanos. Y así, el arzobispo rojo, aficionado práctico a la tauromaquia y gran fumador en su tiempo, dio un nuevo giro a una Iglesia que empezaba a cambiar el olor a incienso por el que deja las duras jornadas en el campo. Y las homilías abordaban “temas de la vida real”. Incluso en la crisis bancaria de 1999 y el corto periodo presidencial de Mahuad, un grupo de sacerdotes azuayos se reunió en una alejada parroquia y redactó un pronunciamiento que tenía más de político que de religioso. Era la mies sembrada por el “cura rojo”.

El 17 de marzo de 2000 Alberto Luna renuncia a su cargo. Su paso se siente aún, cuando sus misas de las nueve de la mañana son esperadas con ansias: un reducto de encuentro con el pueblo que le cambió la aristocracia quiteña, por una causa más humana.