Cuando Fernando Astudillo y Tali Santos me contaron del proyecto de su libro  Ciudad Anónima  sentí perfectamente esa ausencia en sus propias vidas profesionales que ellos querían liberar en  Ciudad Anónima, quizás porque muchas veces en mi propio caso y en medio de nuestras actividades regulares –por más interesantes y motivadoras que sean para cada uno– nunca debemos alejarnos de algo que está en lo más íntimo de nuestro ser. Allí donde divagan nuestros sueños está nuestro imaginario particular, con posibilidades de acción y trabajos personales que muchas veces se vinculan rutinariamente a las labores diarias y que sin percatarnos vamos dejando atrás, engavetando preciosas oportunidades.

En el torbellino que es la vida en la redacción de un diario, donde siempre se tiene que andar preparado para enfrentar los escenarios más imprevistos, es sumamente difícil mantener la sensibilidad inicial, esa que nos mantiene con los ojos bien abiertos para todas las ambiguas realidades del entorno, donde nunca las cosas son exactamente como las vemos. Hay detrás de cada ser otros mundos especiales, invisibles pero genuinamente valederos, que finalmente son los que un periodista debe palpar, para poder aproximarse a una visión balanceada, que nunca será la final. Primero la vida nos enseña a tratar de conocernos mejor nosotros mismos, antes de poder descubrir al prójimo y sus interioridades, algo mucho más complejo que las nuestras.

Esa es la clave de  Ciudad Anónima, el librito de Tali y Fernando. Este trabajo periodístico de crónicas urbanas, escritas con sencillez y profundidad nos acerca a personajes de las veredas de una Guayaquil inmensa y un tanto lejana, en barriadas que a veces nunca llegamos a conocer, en sus calles frenéticas, enfriadas o recalentadas, endurecidas por un desarrollo desbocado que nos desliga de esos cientos de miles de historias increíbles, que a veces solo son datos y números en los reportajes impresos. Dije “librito” porque me quedé con ganas de leer más. Pero también lo digo como un elogio, sinceramente, muy parecido al que el escritor guayaquileño Leonardo Valencia acaba de realizar en su novela  Kazbek, que orgullosamente se autodescribe como “un libro de pequeño formato”.

Habla un revistero cinéfilo de 61 años. Creo que junto a otros tres compañeros, somos los abuelos alrededor de una redacción joven y muy dinámica. Al igual que Nila Velázquez, he estado algunos años dentro de varios medios de comunicación, en televisión y en prensa. Y creo ahora, más que nunca, que nuestra profesión necesita de ese idealismo, de esa pasión periodística que Fernando y Tali nos demuestran en su narrativa. El papel se pondrá amarillo, las comunicaciones se bifurcarán a internet y a los celulares en latitudes donde las vías tradicionales jamás llegarían. Vivimos un descalabro informático –no: una hecatombe tecnológica– que nunca debe hacernos olvidar las raíces de una vocación periodística imprescindible para la convivencia democrática y justa. Son trabajos como este a los que debemos apuntar siempre.

Siete siglos atrás, en la Europa del medievo las noticias llegaban por voceros en calles lodosas, mensajeros a caballo que iban de un reino a otro para llevar “las últimas” que por lo general consistían en desastres de la naturaleza, guerras y muertes, batallas feudales y también bodas de la realeza. El papel vendría después porque los libros de papiro eran solo para las clases privilegiadas, resguardados celosamente en monasterios.

Por allí andaban también los trovadores. El equivalente de esos humildes juglares de vereda que ya casi nunca vemos por Guayaquil. Y hubo uno en lo que ahora es Francia que se llamó Guiraut de Bornelh que quiero recordar aquí y que pude descubrir en un libro de Roberto Bolaño, donde él rescata unas palabras que siempre me estremecen. Recuérdenlas: “Edad media de las cabelleras que esquiva el viento/ mientras haya viento escribirás/ mientras haya viento escribirás tus historias para ella” –para los trovadores siempre había una musa– “midiendo espesor longitud velocidad/ como el ojo con la propiedad de la uña/ el cantar oscuro y el cantar claro/ todo lejos y todo presente/ sombras de viejas destrucciones/ la risa y el dolor de juglares desaparecidos/ la luna en posición creciente...”.

Y al final, esta maravilla, que Guiraut de Bornelh parece dedicarnos a los periodistas de hoy en Guayaquil y en todo el mundo... Que tus palabras te sean fieles.

* Editor de revistas de Diario EL UNIVERSO.