Visité algunas favelas en Río de Janeiro. En ellas vi cómo un Estado, cuyo lema es “Orden y progreso”, no logra proveerle ni lo uno ni lo otro a una gran porción de la población. De hecho ese Estado que quiere cobrar 69,4% de las ganancias del brasileño promedio en impuestos, que pretende regularlo todo, termina sacrificando los derechos más básicos de muchos brasileños: su vida, su libertad y su propiedad. Y es por eso que ellos responden al Estado con el viejo adagio latinoamericano: “Acato pero no obedezco”.

En Río das Pedras vi cómo los trabajadores de una escuela particular, que atienden a alrededor de 70 alumnos, son reacios a permitir que cualquiera indague sobre sus operaciones. El Estado brasileño demanda una cuantiosa colección de permisos/licencias que demoran años en ser procesados. A pesar de que prestan un servicio favorable para la comunidad –educar a niños de entre 6 y 14 años de edad–, la escuela carece de la colección completa de licencias y permisos que el gobierno brasileño requiere para legalizar a la mitad de sus alumnos, quienes todavía no aparecen en el radar oficial.

En Rocinha, la favela más grande de Río de Janeiro (población de 130.000) también acatan pero no obedecen. Comenzando por el líder de la favela que es un narcotraficante. Dentro de Rocinha nadie tiene dirección domiciliar, nadie paga impuestos, y solo hay una estación de policías pequeña. Según nos contó nuestra guía, esa estación de policías está ahí porque el líder narcotraficante lo permitió con la condición de que nunca tuviera ni puertas ni ventanas y de que ninguno de los policías ahí se aparten más de 10 metros de la estación (solamente para almorzar).

Luego desde la cima del valle en que se encuentra Rocinha aprecié una de las mejores vistas de Río de Janeiro parada encima de un edificio de concreto de alrededor de quince pisos. El edificio, como casi toda la construcción dentro de la favela, se hizo sin ningún permiso o licencia del Estado. Lo construyó una empresa de la favela con trabajadores del lugar. No sorprende que sea así cuando los permisos de construcción demandan, en promedio, 18 procedimientos que demoran 411 días y cuestan 46,7% del ingreso promedio. Aquí no importa lo que legislen en la gobernación de Río o en Brasilia, ellos “acatan pero no obedecen”.

El hecho de que en Brasil poblaciones de hasta más de 100.000 personas tengan que vivir bajo el reinado de un narcotraficante significa que el Estado ha fracasado en desempeñar una de sus principales funciones: proveerle seguridad al individuo. En el 2006, 35.969 personas fueron asesinadas a mano armada. Eso equivale a casi 100 personas diarias.

Me fui de Rocinha un poco apenada por el potencial perdido que hay ahí. ¿Cómo sería la vida de estas personas si tuvieran la seguridad de la que gozan los ciudadanos de, por ejemplo, Suecia? ¿Cómo sería su vida si el Estado solo les facilitara la creación de empresas (o escuelas)?

Lamentablemente, cada que el Estado brasileño asume una responsabilidad más está desplazando recursos desde su principal función –la protección de la vida y la propiedad de los ciudadanos– hacia otras tareas que difícilmente le corresponden, como por ejemplo subsidiar a atletas que carecen de patrocinio privado.